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El sacerdote se siente indigno de la sotana que lleva. Puedo confesaros, mis amigos, que casi todos hemos tenido antes de ordenarnos la «tentación» de indignidad. Nadíe es digno de ser sacerdote. Y los curas viven de cerca la expe 0 riencia de esta indignidad. Habrfa que ser ton– tos para no sufrir ante el ideal que vislumbra– mos en toda su brillante espléndidez y la peque– ña cosa que palpamos en nuestra pobre persona. Mi Padre San Francisco de Asís vió un ángel con una copa de cristal purísimo en sus manoa. Aquella copa era el sacerdocio. San Francisco no se atrevió a recibir la unción sacerdotal. Casi todos hemos sentido, a la vez, dos voces distin– tas, dos leyes diferentes, dos llamadas contrarias. Por un lado, la voz de la humanidad pecadora: «Señor, Tú me conoces. Lees en m'. corazón como en un libro abierto. No soy poderoso, ni fuerte ni puro. A pesar de todo con::ío e::1 tu amor». Y del otro lado, Dios invitando con insistencia, casi con agobio: «No te preocupes, ho:nbrecillo ~T confía. Te envío yo. No te ha:'.'á mal ningún ene– migo». Y nos acercamos al altar con el peso de nues– tra humanidad, dispuestos a sanar heridas, a perdonar pecados, a ganar almas. Dios estaba allí para prestarnos alas. Y empezamos la dura tarea del re:110 dB Cristo en nombre de Dios. PORQUE DIOS LO QUISO Es muy importante dejar en claro que Cristo quiso así a sus elegidos. 7

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