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En la tierra, se cierne sobre el convento de San Da– mián, una nube de intensa nostalgia. El dolor de la separación de ma– dre tan querida produce un río de lágrimas, pero a la vez un senti– miento de honda paz embarga el ánimo de cuantos presenciaron muerte tan feliz. La noticia se propagó por la ciudad y acudieron las gentes al Convento. Todos la tenían por santa. El Papa Inocencia IV acudió con sus cardenales para cele– brar este dichoso tránsito. Él se disponía a celebrar el funeral con el oficio de vírgenes, si no es que algún cardenal escrupuloso le ad– virt ió que no debía hacerlo antes de su canonización oficial. Con esta fama tan grande de santidad el mismo Papa Inocen– cio IV, que tanto estimaba a Santa Clara, ordenó que se comenzara inmediatamente el proceso de canonización, aunque no llegó a canoni– zarla él, por haber muerto el 7 de diciembre de 1254. 31
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