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Para el poeta Fray Mauricio de Begoña la fe es la anulación del tiempo. Y por eso hombre, niño y eterni– dad se presentan unidos y se confunden. Cuando la pa– labra poética se hace oración, el que la pronuncia se hace eterno, adivina y goza ya de la eternidad. «Vivo ya en eternidad», nos dirá este mensajero, este proclamador, este viajero hablante, elegido y contumaz. Los que co– nocemos sus versos desde hace mucho tiempo sabemos bien que Fray Mauricio de Begoña utiliza el verso no como un arma, sino como un puente. El está siempre de tránsito entre nosotros y nos pasa de orilla a orilla, a veces desde el silencio que nos ha dejado su música -«Estoy siendo sólo música»-, hasta ese otro silencio donde estamos a la escucha de la voz salvadora y defi– nitiva... Y luego, que me invada el gran silencio en que mis voces nadie oiga, sino Tú y el ara de tu altar. Sí; el poeta es el transmisor de una mus1ca que ha oído un día en su cerrado paraíso; es el hombre que nace a cada momento con el alma incontaminada del niño que fue. Acercarse entonces a la forma textual de ese edén y de esa infancia es descubrir la fuente de toda inspiración, la esencia que llega inmaculada al bulto de la expresión comunicante... De nuevo la interminable po– lémica sobre la perfección o imperfección del mundo. Sólo después de mucho dolor -se podría escribir «de mucho amor»- se consigue hablar así: Y el don de encontrarme de súbito con la elegancia que me impulsa a exclamar: ¡Todo es amor, todo está bien! 16

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