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398 LOS IDEALES DE SAN FRANCISCO DE ASÍS cualquiera, para que no advirtieran la presencia de su amado. Pero si fallaban todos estos medios, hacía de su pecho un silencioso santuario, y permanecía todo anegado en Dios, sin dar libre curso a la conmo– ción interna con exclamaciones, suspiros, respiración profunda o mo– vimientos ( 12 ). A veces se veía en la mitad del camino y en medio de la gente arrastrado de tal manera por la contemplación, que salía fuera de sí y gustando las cosas divinas no sabía lo que pasaba en su derredor. Así iba cierto día montado sobre un jumento hacía Borgo S. Sepolcro, para llegar desde allí a una leprosería, donde pensaba pasar la noche. Cuando las gentes oyeron que el varón de Dios viajaba por allí corrie– ron de todas partes para verlo y tocarlo con la acostumbrada venera– ción. Le tocaron, pues, le tiraron de su vestido, le cortaron trozos de su hábito para guardarlos como reliquia. Francisco nada sentía ni se daba cuenta de lo que sucedía en su derredor y en él mismo. Por fin, cuando se acercaban al término de su viaje y habían dejado atrás hacía rato la ciudad de Borgo, el Santo volvió en sí de su éxtasis y preguntó inquieto qué distancia habría aún hasta Borgo. Cosas semejantes le acontecían con frecuencia, según pudieron com– probar sus compañeros por haberlo experimentado muchas veces ( 13 ). Ni siquiera la actividad apostólica era capaz de apartarlo jamás de la oración. Esto a primera vista parece casi increíble, si se tiene en cuenta el lugar preminente que ocupó el apostolado en su vida y en su Orden. Pero ahí estaba precisamente su secreto: toda la actividad desplegada en el mundo debía apoyarse en la oración y debía termi– nar en la oración exactamente igual que el trabajo corporal y espi– ritual que se hacía en el convento. Todo lo que emprendía para la sal– vación del prójimo, lo encomendaba primero a Dios en fervorosa ora– ción ( 14 ). Decía que no repartían bien aquellos sacerdotes que dan a la predicación toda su fuerza y todo el tiempo y nada o muy poco dejan para la devoción. Sólo aquel predicador es digno de alabanza, que ante todo piensa en su alma y se alimenta de la comida divina ( 15 ). Su máxima era: "El predicador debe primero sacar de la oculta ora– ción, lo que después ha de derramar en sus sermones: primero debe (12) "Cum in publico subito afficeretur, visitatus a Domino, ne sine cella foret, de mantello cellulam faciebat. Nonnunquam mantello carens, ne manna absconditum proderet, manica vultum tegebat. Semper aliquid obiiciebat adstan– tibus, ne sponsi tactum cognoscerent, ita ut in arto navis plurimis insertus oraret invisus." lbíd., II, n. 94 s. (13) Ibíd., n. 98. S. BoNAv., Leg., c. 10, n. 2. (14) "Sancta oratione omnia praeveniebat negotia." Ibíd., I, n. 35. (15) "Eos vero dicebat male dividere, qui praedicationi totum, devotioni nihil impendunt. Laudabat revera praedicatorem, sed eum, qui pro tempore sibi saperet sibique gustaret." Ibíd., II, n. 164.

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