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SAN FRANCISCO Y EL EVANGELIO 3!i su perfección; esto quería Francisco, este fué el supremo ideal de toda su vida. III. Comprendido de esa manera, comprendido de una manera tan clara y profunda, tan valiente y viva, era este ideal una cosa comple– tamente nueva y peculiar de San Francisco. Lo nuevo y característico de su ideal no consistía en considerar el Evangelio como norma y regla de la vida cristiana y de la perfección moral. Ningún cristiano y menos un fundador de Orden religiosa ha podido jamás pensar de distinto modo. Todo cristiano está obligado a cumplir la ley moral del Evangelio. El religioso promete además guardar también los consejos evangélicos de obediencia, pobreza y castidad y por ello se distingue de los demás cristianos como los Apóstoles se distinguían de los demás discípulos de Cristo. Por eso los Padres de la Iglesia no tienen reparo en afirmar que la vida reli– giosa es la verdadera, la única vida evangélica y apostólica ( 68 ). Ver– dad es que esta sublime idea del estado religioso se oscureció en gran manera más tarde, debido al aseglaramiento y relajación siempre cre– cientes de la vida eclesiástica; pero pronto volvió a brillar con nuevo resplandor en la época de las Cruzadas. Poco tiempo antes de aparecer San Francisco, Ruperto de Deutz (mue'fto hacia 1130) y San Bernardo de Claraval (t 1153) habían escrito llenos' de entusiasmo sobre el carácter apostólieo del monaquismo y de las reglas monásticas ( 69 ). Con todo ningún fundador de Orden religiosa antes de Francisco había fundado su regla sobre el Evangelio y obligado expresamente a sus discípulos a la guarda del Evangelio en el más estricto y amplio sentido de la palabra. Ni San Pacomio y San Basilio en Oriente, ni los fundadores francos e irlandeses de principios de la Edad Media habían señalado semejante fin a sus monjes. Las dos famosas reglas monásticas, que estaban exclusivamente en uso a principios del si– glo xnr, la benedictina y la llamada agustina ( 7 º), tampoco ponen al ( 68 ) BASIL., Epist., 295; CASSIAN., Col!., 21, 5, 33; AuausT., C. Faust., 5, 9; Epist., 220, 12; in Psalm., 132, 9; sermo 356, 1; CI-IRYsosT., in Act. Apost. hom., 11, 3. { 69 ) RuPERTI TumENSIS, De vita vere apostolica, en especial el lib. 4; MIGNE, Patr. lat., 170, 643 ss.; S. BERNARD., Sermones de diversis, 22, 2; 27, 3; 37, 7; MwNF., Patr. lat., t. 183, col. 595, 613, 642. ( 7 º) Por más que eran muy numerosos entonces los monasterios y las Con– gregaciones monásticas, sin embargo no había más que dos Reglas y dos grandes familias religiosas. Los monjes propiamente dichos (benedictinos, cluniacenses, cistercienses o bernardinos, cartujos, etc.) profesaban todos desde el siglo vn la Regla de San Benito; las Congregaciones de ermitaños y los clérigos que vivían en comunidad adoptaron desde el siglo XII la Regla de San Agustín, que entonces acababa de ser compuesta, entresacada de las obras del gran obis 0 po de Hipona. Por eso fueron llamados agustinos ermitaños y canónigos agus– tinos o también clérigos regulares.

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