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352 LOS IDEALES DE SAN FRANCISCO DE ASÍS diado, nada de amanerado. Eran la efusión natural de su celo por las almas, celo que no conocía otro fin, que la conversión y enmienda de la humanidad, "la penitencia". Por desgracia, los testigos auriculares no nos han trasmitido ningún sermón completo del predicador de penitencia de Asís; pero bástanos saber que sus palabras encontraban un sonoro eco en todos los corazones y que arrastraba en pos de sí a todas las clases de la población, lo mismo las más bajas que las más altas (1 19 ) para poder asegurar con indubitable certeza, que fué uno de los mayores or:1dores popuhres que jamás han existido. Hasta las amonestaciones, instrucciones y cartas que de él nos han sido conser– vadas, por muy pálidas que sean en comparación con su predicación viviente, nos revelan sin embargo por su sencillez, cordialidad, unción, calor y fuerza al orador popular adornado con la gracia de Dios. Remi– timos por ejemplo a sus conmovedoras amonestaciones sobre el Sacra– mento del Altar ( 12 º) y a la manera dramática, como se expresa sobre la muerte del pecador impenitente ( 121 ). Ellas nos permiten adivinar la sana originalidad de la primitiva predicación franciscana. Ellas nos manifiestan además la alta veneración que aquellos predica– dores tenían para con la sagrada Escritura. Caería en un grande error el que creyera que aquellos Frailes, no versados en la Escritura, no hacían uso alguno de los Libros sagrados, en oposición a la oratoria sagrada conforme con las reglas de las escuelas, que ejercitaban sus contemporáneos. Es cierto que en un principio les estaba prohibida la predicación de la Escritura homilética propiamente dicha, es decir, la exposición de pasajes de la Escritura, precisamente porque no tenían formación teológica. Pero por lo dicho se comprende que su predica– ción de penitencia debía ser conforme con la Escritura; nadie podía hablar según el espíritu del Evangelio mejor que Francisco que había tomado a todo el Evangelio completo por norma de su vida. Además, cualquiera puede juzgar también, con qué abundancia empleaba la letra de los libros divinos, pues los escritos que nos han llegado de él contie– nen una abundante colección de textos sagrados, sobre todo de casi todos los libros del Nuevo Testamento. Parece ser que de ordinario hablaba libremente sobre una verdad determinada, procurando a ser posible confirmar e ilustrar sus palabras con palabras de la sagrada Escritura. Pero en otros casos, y esto es muy interesante para nos– otros, partiendo de una sentencia de la sagrada Escritura la desarro– llaba sirviéndose de ella como de tema, según el uso de los predicadores ilustrados de aquel tiempo. Así el testigo ocular Jordán de Giano refiere que en el Capítulo (119) Cfr. supra, pp. 310, 313 ss. (120) Cfr. supra, pp. 63-70. (121) Epist, ad omnes fideles, Opuse., LEMMENS, 95-97; BoEHMER, 51 s.
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