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IX. OBEDIENCIA Y SIMPLICIDAD DE SAN FRANCISCO I NTIMAMENTE unidas, y casi una misma cosa con la humildad son la obediencia y simplicidad de San Francisco. Estas dos virtudes estaban fundadas en su humildad y de ella recibían un sello completamente propio y singular. I. La obediencia, como consejo evangélico, es objeto de voto en todas las órdenes religiosas. Así la encontramos también al frente de la Regla franciscana, pero con la expresa mención de que el Evangelio es su norma y su medida: "La Regla y vida de los Frailes Menores es ésta, conviene a saber, guardar el Santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, pobreza y castidad" (1). Verdad es que Francisco al hablar de esta "vida evangélica en obediencia, sin propio y en castidad" daba la mayor importancia al voto de pobreza, pero su ideal de pobreza era tan sublime, que no era posible realizarlo sin la obediencia, o por decir mejor la obediencia junto con la humil– dad era la última palabra en la cuestión de la pobreza. Pues Francisco solía advertir con mucha sutileza que aquel que retiene para sí la bolsa de su propia voluntad, no lo ha dejado aún todo por Dios (2). Y real– mente el punto culminante de la absoluta pobreza franciscana está, como hemos visto, en la humilde negación del propio yo, en el amor a la pequeñez, vileza y sujeción. Ahora bien este espíritu de profun– dísima humildad es evidentemente al mismo tiempo el espíritu de la más verdadera obediencia. Y a la verdad, para uno que se hace pe– queño, ruin y sumiso a todo hombre ¿no ha de ser la cosa más natural la obediencia religiosa, es decir, la sujeción a los superiores puestos por Dios? Por eso no es extraño que Francisco fuera tan obediente como hu– milde. Comenzó las ordenaciones destinadas para su Orden, propo– niéndose él mismo ser obediente al Papa. Más tarde se dirigió con sus primeros discípulos a la Ciudad eterna para hacer personalmente en manos de Inocencia III el voto de obediencia y ya en otro lugar (1) Regula, II, c. l. Sustancialmente lo mismo ya la Regla I, c. 1. (2) "Non omnia pro Deo reliquise dicebat eum, qui sensus proprii loculos retineret." THOM. CEL. II, n. 140.

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