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176 LOS IDEALES DE SAN FRANCISCO DE ASÍS los mayores talentos administrativos que jamás ha existido, quedóse pensativo al ver la jamás oída confianza con que Francisco quería emprender su obra contando únicamente con la Providencia, y le indicó que primero implorara la luz de lo alto en fervorosa oración. Estando pues el Santo orando por indicación del Papa, el Señor le habló con la siguiente parábola: "En un desierto vivía una señora pobre, pero hermosa. Admirado el rey de su hermosura, deseó tomarla por esposa, para que le engendrara hijos tan hermosos como ella. Con– certado, pues, y concluído el matrimonio, nacieron de él muchos hijos. Cuando éstos hubieron crecido, díjoles la madre: Hijos míos, no os avergoncéis, porque sois hijos del rey. Id pues a su corte y él os proveerá de todo lo necesario. Cuando llegaron a la presencia del rey, quedó éste admirado de su hermosura, y como eran del todo seme– jantes a él, les preguntó de quién eran hijos. Le respondieron que eran hijos de una pobre señora que vivía en el desierto. Abrazólos el rey con grande alegría y les dijo: No temáis, vosotros sois mis hijos. Si los extraños comen en mi mesa, ¿cuánto más vosotros, a quienes de derecho corresponde la herencia? Por eso mandó a la pobre señora que enviara a la corte a todos sus hijos, para que allí fueran alimen– tados" ( 15 º). Después que Francisco hubo terminado su oración, presentóse de nuevo al señor Papa, le refirió la parábola que Dios le había comunicado, y añadió: "Señor Papa, yo soy aquella pobre Señora a quien el Señor ha distinguido en su misericordia y por la cual ha querido engendrar hijos legítimos. Y el Rey de los reyes me ha dicho que él alimentará a todos los hijos que engendre por mí, porque si alimenta a los extra– ños, mucho más debe alimentar a los propios y legítimos. Pues sí Dios da bienes temporales a los pecadores para que puedan mantener a sus hijos, ¿cuánto más no deberá conceder a los varones evangélicos lo que por derecho les pertenece?". Con esto se disiparon los temores del gran Inocencío, el cual bendijo la empresa de San Francisco fun– dada únicamente sobre la Providencia ( 151 ). ¿No era esto una temeridad? Un cálculo mezquino hubiera dicho que sí, pero la historia responde que no. El Cardenal Jacobo de Vitry, que víó las cosas con sus propios ojos, no sabe qué admirar más, sí la confianza en Dios de los primeros franciscanos o la solicitud de Dios para con ellos. "Por más que son muchos los que se presentan a la Orden, escribe, los Frailes Menores admiten a todos, sin poner difi– cultad alguna. Esto lo hacen con tanto mayor confianza, cuanto que se han abandonado completamente a la liberalidad y cuidado de Dios, y están firmemente convencidos de que Dios tiene que sustentarlos. (15'0) Tres Socii, n. 50. (151) lbíd., n. 51.
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