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Febrero Les lancé una fuerte imprecación y observé que por un momento se contuvieron. Nuevamente observé que volvían a coger las flechas y tem– plar sus arcos, que apoyaban en el suelo, y entonces piqué espuelas al caballo y salí de carrera. Cuando me encontré lejos y fuera de peligro traté de sacarme la fle– cha, pero estaba muy honda y muy bien trabada y sólo logré romperla. Seguí a caballo como hora y media hasta el conuquito llamado «España», que me hizo recordar más a la madre patria y a mis ancia– nos padres, lejos de los cuales me sentía morir. El dolor iba creciendo y hube de tirarme en el suelo hasta que me acomodaron en la hamaca y me sacaron hasta Machiques. A pesar de mi estado de gravedad, me preocupaba hondamente la suerte de mis compañeros, que quedaban en la misión; por eso no me sosegué ni dejé que me transportaran hacia Machiques hasta que varios de los indios mansos se fueran a la misión con el compañero que salió ileso del ataque de los indios. Ahora comenzó la procesión, subiendo cerros, atravesando ocho veces varios ríos que venían muy crecidos. Se turnaban los cargadores, pero yo había de seguir siempre en la misma posición sin alivio posible. Ya casi a la medianoche comenzamos a oir el ronquido de un camión; pero entonces los minutos parecían siglos. Por fin llegó el padre Cesáreo con unas ampolletas antitetánicas y de penicilina. El camión se había atascado en un barrial y hubimos de seguir hasta Rionegro en la hamaca. Aquí permanecimos como dos horas, hasta que con un carterpillar lograron sacar el camión. Ahora recuerdo que cuando en la misión supieron la tragedia, salió fray Santiago hasta alcanzarme con algunas medicinas y que él, des– pués de aplicarme algunos desinfectantes, regresó sólo y llegó a la misión como a las nueve de la noche. Cuando en Machiques me trasladaron a la ambulancia, sentí un frío terrible, pedí una cobija y al verme en aquella estrechez con sólo el padre Cesáreo al lado, me parecía que me llevaban a enterrar más que a curarme en una clínica. 92