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misión, rompiendo cuantas lanzas fueron necesarias para de– fender el buen nombre de la misión y de su amigo el padre Diego. Llevó su apología incluso al Congreso de la República. El 20 de febrero de 1973 se reunieron en Santa Elena los presidentes de Brasil, Emilio Garrástazu, y de Venezuela para condecorarle con la Cruz de Francisco Miranda. Una muestra más de sus excelentes relaciones con el presidente es el hecho de que todos los años encontraba sobre su mesa una cordial feli– citación de Navidad. La última, ya con noventa años de edad, la recibió en Madrid: «En la vigilia de una decisiva jornada democrática, renovamos nuestra adhesión a los valores de la patria y nuestra confianza en el porvenir de Venezuela, en el mejoramiento de las condiciones de vida de su gente y en el fortalecimiento de las instituciones. Anhelamos que estas Navidades traigan un hálito de esperanza a todos los hogares de nuestro país y a los de nuestros amigos en el mundo, y deseamos para todos un feliz año 1994. Caracas, diciembre de 1993. Firmado: Alicia y R. Caldera.» Entre esos amigos incondicionales se encontraba el padre Diego. La humilde oración y un profundo sentido religioso le dieron fuer– zas para realizar con honestidad el trabajo de cada día y cosechar un notable éxito en todas sus realizaciones. Su figura quijotesca, envuelta en hábito sencillo, recto «como un chopo», con una cara humorística y barba grisácea ... Era lo justo para un capuchino a la vez tradicional y moderno. Por dentro era un hom– bre incorruptible, paternalista, feudal, seguro y casi dominador. Sin hacer muecas a la serenidad propia de un religioso, sabía escoger los momentos adecuados para manifestarse como una persona alegre y 85

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