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cia en el confesonario. Y no le faltó tiempo para realizar algu– nos viajes y ofrecer sus cuidados a las monjas de Pinto, de Calabazanos o a las familias que disfrutaban sus vacaciones en la ciudad residencial «Tiempo Libre» de Marbella. Dos años antes de su muerte sufrió una caída accidental, con rotura de cadera. Hubo de ser intervenido quirúrgicamente y los resultados fueron, aunque aparentemente, satisfactorios, ya que a los pocos meses disfrutaba de la suficiente autonomía para incorporarse a una vida casi normal. Nuevamente, y con más de noventa años de edad, cayó en la habitación a causa de un desvanecimiento. Fue ingresado en la enfermería de San Antonio con pronóstico grave de «accidente cerebro-bascular», una especie de trombosis con estado precomaloso. Sulamenle pasaron dos días hasta que, finalmente, entregó su alma al Señor el 16 de febrero de 1995. El padre Diego ha sido un obrero polifacético en la viña del Señor, no ceñido exclusivamente al ejercicio de los ministerios sacerdotales, sino también con una proyección muy acusada en las tareas materiales y en el ámbito de las relaciones humanas. Ya durante los primeros años de s;:icerdocio se perfiló como un buen comunicador en el campo de la oratoria sagrada, cuyos recursos manejaba a la perfección. Testimonios de su buen decir quedaron para la historia en las Semanas Santas de Ciudad Bolívar, en sus sermones en la catedral y en sus vía cru– cis por las calles, donde miles de ciudadanos quedaban conmo– cionados por sus gestos aleteados y vibrante palabra. En todo el dilatado territorio de la Guayana, lo mismo en Upata que en San Félix o en las ciudades más pequeñas como Callao, 'lumeremo o El Dorado, el nombre de «Diego» resonaba como las campanas: no era un nombre vacío, era un hombre que les hablaba de fe y les empujaba a la búsqueda de Dios. 83
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