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encontraba con los estudiantes) y nos mandaron bajar a todos. A mí no me detuvieron porque pensaban que era un profesor seglar. En dos autobuses nos bajaron a El Pardo y nos metieron en un colegio. Llegó la noche y nos metieron en otro autobús para llevarnos a Madrid, a la Dirección General de Seguridad. Nos ataron brazo con brazo. Yo iba atado con el padre Abel. En un momento dado el autobús hizo un movimiento brusco y dije: «Ya». Y el padre Abel: «No, todavía no». Llegamos a Madrid. Una visión macabra: veíamos autobuses lle– nos de gente chorreando sangre (. .. ). No sé por qué, pero al día siguien– te nos pusieron a todos en libertad. (. ..) Yo me dirigí a casa de una tía, mi tía Josefa, en la calle de Andrés Mellado. Al llegar a la puerta, había dos milicianos. Me pre– guntaron cómo me llamaba y si era militar: -Estamos esperando a un militar, tú ¿quién eres? -Yo no soy militar, soy un capuchino de El Pardo, les dije. -Eso es mentira, porque a todos los capuchinos de El Pardo les hemos matado nosotros. No era cierto, pero me metieron en un coche. Yo iba delante con el chófer y detrás de mí iban dos milicianos apuntándome con el fusil. Llegamos a la Casa de Campo, que era el lugar donde asesinaban a los que llevaban a dar el paseo. A las puertas había dos guardias de asalto: _¿Adónde van? Uno de los milicianos contestó: _¿A ti qué te importa? _¿Cómo que a mí no me importa? Bájense. Uno de los guardias me agarró por el brazo y me metió en otro carro que tenían ellos. Me llevó otra vez a la DGS (. . .).Al día siguiente me condujeron a la cárcel.» Con un gran lujo de detalles sigue narrando el padre Ce– dillo el incruento martirio sufrido en la cárcel, las epopeyas de su traslado y la permanencia en el penal de San Miguel de los Reyes de Valencia, tras la suerte (iqué suerte!) de un pintoresco 61

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