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Diciembre por su ausencia: los dedos de la mano. Allá por el año 1960, cuando se encontraba en El Pardo, el padre Bernardino de la Granja irrumpió sollozando en una de sus clases de griego pidiendo a los estu<liantes oraciones por fray Andrés, que aca– baba de cortarse los dedos de una mano con la sierra de la car– pintería. Aquella ilocalizable oficina estaba situada frente a la torre de la iglesia, en un vetado y oscuro pasillo del antiguo convento lleno de recovecos, rincones, laberintos, cobijo de murciélagos y simpáticos roedores que, de vez en cuando, salí– an de sus escondrijos para burlarse de las escobas que los per– seguían ... Domingo abandonó la carpintería momentáneamente y se fue a un trabajo más apacible en el colegio de filosofía, vigilan– do sus heridas y el injerto de sus muñones. Nunca perdió la esperanza de retornar al arte de la ebaniste– ría, aunque fuera a medio gas, como sucedió unos años más tarde. En 1971, y emulando a los trabajadores evangélicos «de últi– ma hora», salió rumbo a Venezuela para incorporarse a la misión del Caroní, siendo destinado, primero, a Santa Elena del Uairén, y luego, al centro misional de Wonkén. Su presen– cia en estos centros ha sido de gran provecho para los indíge– nas más jóvenes, a quienes trató de formar en el oficio de la car– pintería. Ejerció como catequista y colaboró estrechamente con los misioneros sacerdotes, que siempre encontraron en él un amigo y un religioso ejemplar. Siete años duró su primera estancia en tierras venezolanas. En 1977 retornó a España pasando un año en el convento de El Pardo, tratando de olvidar su accidente y echando una mano - nunca mejor dicho- en los trabajos de la carpintería: él se encargó de lustrar la dura madera de los sillones que actual– mente se encuentran en el presbiterio de la iglesia. 526

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