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Fue siempre un modelo de ilusión y vitalidad, de esperanza y de tra– bajo. Por su sencillez, humildad, claridad y rigor metodológico, sabía contactar con sus alumnos y contagiarles su entusiasmo en el trabajo de cada día, porque según su regla de oro: «la filosofia debe llevarse a la vida». Sus intervenciones eran entusiastas, alentadoras y conciliadoras, tratando de valorar todo lo bueno y noble de las personas. Estaba dota– do de una gran memoria, se acordaba de todo y a todo lo ponía un tinte de originalidad. Conversador ameno e ilustrado, era insaciable en el uso de la palabra. Sus continuos paréntesis en la conversación daban a entender la erudición enciclopédica que poseía: parece como si todo lo quisiera decir atando bien sus razones para no dejar lugar a dudas. Conocía perfectamente todos los entresijos de lo que debe ser una sólida argumentación. Enamorado de todo lo franciscano, fue un religioso ejemplar, con una gran fe, una gran confianza en Dios y una sincera devoción a la Virgen. Como pensador cristiano, aceptó sin reservas la perfecta armoniza– ción entre razón y fe, de acuerdo con el iluminismo agustiniano y la mística franciscana. «Haciendo la verdad en el amor» (Ef 4, 15). «Recapitulando todo en Cristo» (Ef 1, 10). Con esta directriz modeló su pensamiento y conformó su vida. BIBLIOGRAFÍA: AP fol 451; BOP 22 (1953) 53, 117 (1969) 77 112, 119 (1969) 199, 122 (1970) 73, 73 (1984) 6, 217 (1988) 108, 228 (1991) 39, 229 (1991) 87, 1 (2000) 89-111; Flash 59 (1982) 24, 70 (1984) 12- 13, 73 (1984) 6s, 78 (1984) 2s, 106 (1987) 17-20, 139 (1992) 12, 1 (2000) 4, 2 (2000) 6-11, 7 (2001) 6-9; Naturaleza y Gracia XLVII (2000) 270-294; Gonzalo Díaz (vol VI) 796-806; La Gaceta (24-2-2000, 25-3-2000); Cuadernos XI (1984) 10-46; Anthropos 122-123 (1001) . 107
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