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En la Torá encontramos el precepto divino de amar al prójimo como a sí mismo en paralelismo con la prohibición de vengarse contra los hijos de Israel (Lev 19, 18). El prójimo, en realidad, designa al hebreo (cf. Ex 2, 13; Lev 19, 15.17). Y en los Evangelios, cuando se habla del amor al prójimo, se cita a menudo el precepto de la ley mosaica (cf. Mt 19, 19; 22, 39; Me 12, 31-33): Sin embargo, aun respetando la materialidad del texto, en la predicación de Jesús el perfil del prójimo cam– bia significativamente. Todo arranca de una pregunta: «¿Quién es mi prójimo?» (Le 10, 29). El escriba que la formuló debía ser uno de esos tipos que, al preguntar, no buscan tanto saber -amor a la verdad- cuanto sor– prender, confundir y, si es posible, humillar. Precisa san Lucas que se acercó a Jesús «con intención de tentarle» (10 25). Y la pregunta se la planteó «queriendo justificarse» (10, 29) por haber planteado un problema -¿qué he de hacer para obtener la vida eterna?» (10, 25)- cuya solución, como especialista de la Escritura, conocía perfecta– mente (10, 26-28). Pero había algo más. Su pre– gunta por el prójimo llevaba la secreta intención de delimitar y limitar el concepto «prójimo». En realidad aquel escriba quería saber quién no era su prójimo, a quien no debería amar. Jesús lo comprendió en seguida, y en la respues– ta introdujo un matiz importante: no se trata de saber teóricamente quién es mi prójimo, sino de saberse y sentirse cada uno, y prácticamente, prójimo -próxi– mo- de los demás. 222

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