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mensiona la existencia entera: sentimientos (Flp 2, 6) y mentalidad (1 Cor 2, 16). Desde esta configuración personal, la actuación del cristiano reviste la modali– dad de una acción de Jesús, porque «es Cristo quien vive en mí». Eso es, precisamente, lo que significa lle– var «las señales de Jesús» (Gal 6, 17): afrontar la vida arrostrando las implicaciones del seguimiento escu– chando la llamada urgente del amor (2 Cor 5, 14). c) El amor al prójimo En el mensaje de Jesús la toma de tierra es imprescindible para liberar al amor de toda tenta– ción espiritualista. El amor de Dios se hizo carne, y, desde entonces, el amor a Dios exige encarnación: «Quien no ama al prójimo, no puede amar a Dios» (1 Jn 4, 20). El amor a Cristo no es rival, competidor o sus– tituto del amor al prójimo, sino su inspirador y modelo: amad «como yo os he amado» (Jn 13, 34; 15, 12). Y en este punto de referencia -«como yo»- reside la novedad de dicho mandato. Siempre que el hombre pretende acercarse a Dios, Dios le sale al encuentro con la pregunta: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4, 9). «Si al pre– sentar tu ofrenda... » (Mt 5, 23ss.). ¿Quién es mi prójimo? La cuestión dista mucho de ser ociosa. La visión veterotestamentaria de «pró– jimo» es la del que lo contempla como a aquel que pertenece a la comunidad israelita, muy distinto, por tanto, del pagano o del extranjero. 221

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