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DIEGO JOSE DE CADIZ 85 y con mayor fruto las delicadás, graves y estrechas leyes de nuestro sacerdocio. Y la repetida experiencia que de esto tengo, me ha he– cho ver ser este medio más útil que el de precisarlos a la tarea de oír la misión. «A las religiosas propongo el beneficio de su vocación y la obli– gación de corresponder a ella según el fin para el que fueron llama– das, que es la puntual guarda de su regla y constituciones, y para que fueron instituidas las religiones, que es la unión y caridad fra– terna y la vida común que observaban los primeros cristianos, cuyo fervor debe atenderse como hereditario en nosotros. «Cuando los ayuntamientos de las ciudades piden pláticas reser– vadas, reduzco el asunto de éstas a proponerles la obligación de un juez, regidor, abogado, escribano, procurador, etc., y manifes– tarles lo difícil de su salvación si o las ignoran o las quebrantan. Que son padres del pueblo y de cada uno de sus vecinos; espada de la santa Iglesia para, como hijos, defenderla auxiliando al pastor y sometiéndose a sus determinaciones para contribuir de todos los modos a su celo y vigilancia, porque no queden impunes los peca– dos y sin remedio los escándalos; y, por último, que, como celado– res de la ley santa de Dios, de la Iglesia y del Reino, deben ser los primeros en su cumplimiento, para poder con libertad corregir al delincuente. «En las cárceles suelo hacer una o dos pláticas para enseñar a los pobres presos el modo de confesar bien y comulgar con fruto para ganar el jubileo de la misión; para cuyo efecto se destina com– petente número de confesores el día antes de la comunión. «En la escuela de opiniones morales me inclino a aquella que, en el caso ocurrente, juzgo ser más a propósito para el remedio de aquella alma y que menos la exaspere. Soy inclinadísimo a suavi– zar lo angosto, áspero y difícil del camino del cielo, y, sin dispensar cosa alguna de la ley, facilitar su cumplimiento y atemperarla al genio, capacidad y disposición de cada uno. Estoy persuadido que el agrado, dulzura y afabilidad en el modo de explicar y proponer lo que Dios nos manda, puede más, aun con los más perdidos, que el rigor y la aspereza; y que de este modo admiten mejor la doctri– na y se rinden a ella. La fuerza procuro ponerla en las razones y la claridad de su explicación, según el Señor me da o es servido.

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