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72 «... el Señor me dio hermanos» teníamos reservado para nosotros, vaciar los cubos que habían sido colocados en algunas capillas para las necesidades corporales, y otras tareas del género. Tantas obras buenas fueron al fin coronadas con una muerte preciosa, de la cual yo no puedo dar particular alguno, ya que la Providencia permitió que yo saliese de aquel lugar, antes de consumarse tan glorioso sacrificio». El 14 de agosto de 1792, la Asamblea Legislativa impuso un nuevo juramento, en el que se exigía fidelidad a la nación y a los valores de la libertad y de la igualdad. Ante esta nueva formula– ción, aparentemente legítima, los eclesiásticos se preguntaron si po– dían hacer juramento lícitamente. Lo que, de manera particular, les interesaba era conocer el pensamiento de la jerarquía. Estando en el exilio el arzobispo, le pidieron el parecer al nuncio papal, monse– ñor Salamon, encarcelado él también en locales dispuestos del ayun– tamiento . Este, después de haber reflexionado y ponderado el tema, respondió en los siguientes términos: «Yo no puedo saber todavía cuáles son las intenciones del papa, ya que este juramento es total– mente nuevo. Pero creo que, cuando esté informado del mismo, no lo aprobará, porque es ambiguo e implícitamente contiene la fór– mula ya condenada. Por mi parte, yo estoy decidido a rechazarlo, .._.._, aunque no me sienta en condiciones de condenar a los que eventual– mente lo aceptasen». Esta declaración del representante pontificio bastó para que los encarcelados en la iglesia del Carmen se decidiesen también ellos a rechazar la nueva fórmula de juramento. De hecho, éste sólo fue exigido a dos o tres eclesiásticos. Resulta estar bien documentados los procesos judiciales que los encarcelados en el Carmen murieron todos por no haber querido jurar la Constitución civil del clero. Fin glorioso La Asamblea Legislativa había decretado la deportación para los que no aceptasen la Constitución civil del clero. Sin embargo, en París, la Comuna era la dueña de la situación e impuso la pena de muerte. Danton, ministro de justicia, confió la ejecución de esta pena al terrible Maillard, apodado «corazón de piedra».
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