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APOLINAR DE POSAT 71 esto anhela el martirio, y, en lo que depende de él, corre a su encuentro, como a la meta suspirada de su vida. Hubiera podido marchar al extranjero, ya que no era francés; hubiera podido es– conderse en casa de amigos seguros, como hicieron tantos otros: no quiso. Y decidió, por el contrario, entregarse voluntariamen– te, para ahorrar, así, inevitables represalias contra aquellos que le hospedaban. La noche entre el 13 y el 14 de agosto, asistió a un pobre moribundo; al amanecer celebró la misa, «con el fin de prepararse -según escribe en su última carta- para combatir con coraje la batalla del martirio»; y después se presentó a los comisarios de la sección de Luxemburgo, Jourdain y Foubert, declarando no haber prestado juramento, sin considerarse por ello un conspirador. Fue inmediatamente arrestado y enviado a la iglesia del Carmen, en donde ya estaban presos cerca de 160 rebeldes a la Constitución, casi todos eclesiásticos, entre los cuales se encontraban el arzobispo de Arles, Juan María de Lau, y los dos hermanos La Rochefoucauld: Francis– co José, obispo de Beauvais y Pedro Luis, obispo de Saites. El abad Miquet, que estaba entre los detenidos en el Carmen y que logró escapar de la matanza del 2 de septiembre, nos ha deja– do un testimonio precioso de este período en una carta dirigida a monseñor Gottofrey, secretario del obispo de Lausana. Leemos allí, entre otras cosas: «El padre Apolinar vino a la prisión con tanta alegría y satisfacción que sorprendió a todas las personas que se encontraban allí prisioneras. Desde aquel momento fue edificación para todos los encarcelados. La mayor parte de ellos se dirigía a él, para recibir el sacramento de la confesión. Estaba continuamente ocupado, o rezando al Señor, o confortando a los que estaban aba– tidos por el temor o la angustia, o para entretenerse con aquéllos que, más adelantados en la vida espiritual, anhelaban sólo el marti– rio. No se ahorraba ningún ejercicio de caridad. Buscaba ser útil a todos, bien en preparar los lechos que, las más de las veces, eran bancos de madera, bien en arreglar las mesas para la comida, que por necesidad se colocaban en el centro de la iglesia. Realizaba, además, con solicitud los trabajos aparentemente más bajos y viles, pero que a nuestros ojos mostraban su virtud y su humildad: como, por ejemplo, barrer la iglesia, único espacio que

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