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28 « ... el Señor me dio hermanos» Esta misma testigo relata que para la gente de Cágliari resulta– ba edificante ver a aquel hermano desempeñar «este oficio de limos– nero, de por sí duro y penoso, siendo de complexión tan débil» y mantenerse «rigurosamente en en transcurso de cuarenta años... con tanta modestia en medio de todas las distraciones, humilde y paciente». ¡Prolongada predicación del buen ejemplo! Se conservan múltiples testimonios que confirman cómo el frai– le de la alforja era esperado en todas las casas de Cágliari, especial– mente en aquellas del barrio más pobre, el de Stampace. Pagaba demasiado caro aquella popularidad, casi glorificación terrena, con sus luchas, penas y sacrificios. Sobre todo, cuando tenía que subir las interminables escaleras que .conducían a la parte alta de la ciu– dad, a Castello, al barrio de la clase social alta, a donde era necesa– rio ir -por voluntad de los. superiores que decían «se trata de gente rica»-. Y allí subía, a pesar de las molestias que le comenzaba a dar una hernia. Y también con el fastidio que le producía la pro– clamación de sus virtudes, las alabanzas exageradas del pueblo que solicitaban su vanidad y que él rechazaba, reconociéndose hombre miserable, menesteroso de un Dios que le perdonase y usase con él de misericordia, un fraile que no sabía leer ni escribir, y que conocía muy bien la debilidad de su temperamento natural. En los hechos que suscitaban estupor, poniendo a prueba de fuego su humildad, Ignacio se escondía detrás de la omnipotencia y la gloria de Dios. Al que recurría a él para ser confortado en los dolores o enfermedades, precisaba: «ten confianza en Dios», y, entonces, sobrevenían las curaciones. También y, no pocas, las resu– rrecciones de niños muertos. Y la multiplicación de comidas y bebi– das. Los ciegos volvían a ver. A las palabras pronunciadas con difi– cultad por el fraile, las aguas del hermoso golfo de Cágliari se aman– saban, para tranquilidad de los marineros, dando abundante pesca a los que de ella vivían. Sabía castigar la poca fe. A un enfermo, que deseaba la cura– ción, fray Ignacio le invitó a levantarse: «No puedo», repondió el enfermo, sintiéndose reprochar: «Si no puedes, ¿qué cosa puedo hacer yo?». A los enfermos, lo .que fray Ignacio sacaba de la manga del hábito, era más eficaz que las medicinas. Les ofrecía bagatelas como
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