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372 «.. . EL Señor me dio hermanos» del pueblo. Nada menos que en cinco ocasiones, temiendo una in– minente invasión del convento, fueron consumidas las sagradas especies. En la mañana del 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración del Señor, anunciada ya la irrupción final de los milicianos, el guar– dián, padre Angel de Cañete, dirigiéndose a la comunidad y a los mu– chachos reunidos en la iglesia, tomó entre los brazos un crucifijo y les dijo entre lágrimas: «Hijitos míos, preparaos para morir». Des– pués de vísperas, en las que hubo conmemoración precisamente de los beatos mártires capuchinos Agatángelo y Casiano, obligaron a los religiosos a salir al atrio. Entre ellos, los rojos escogieron cinco que se distinguían por la edad y por el aspecto venerando y les hicieron salir a la explanada, donde esperaba un gentío ávido de saber qué pasaría. Desfilaron llevando puesto el hábito religioso, en orden jerárquico. El padre Guardián, Angel de Cañete, de 57 años, tenía en los brazos su crucifijo de misionero; el vicario, padre Gil del Puerto de Santa María, de 53 años, rezaba el diurno; el padre Igna– cio de Galdácano, de 24 años, profesor, el diácono permanente y profesor fray José de Chauchina, de 39 años, y el hermano fray Cris– pín de Cuevas de San Marcos, de 61 años, llevaban pequeños cruci– fijos . Al llegar a los pies del monumento a la Inmaculada, fueron acribillados a balazos en la espalda. Uno de ellos, el padre Ignacio, escogido por los rojos porque creían que era el superior por motivo de su robustez física, en la carta dirigida en aquel mismo día a sus padres y hermanos, les había escrito: «No lloréis por mí; sé que tengo que morir mártir de Cristo y de la Iglesia». Las cinco víctimas habían sido precedidas y seguidas en el mar– tirio por otros dos hermanos, huidos del asedio al convento. El 3 de agosto el padre Luis de Valencina, de 51 años, ex provincial, dominado por el nerviosismo que sufría desde hacía tiempo, al ti– rarse desde una ventana se dislocó el pie derecho. Cogido por los milicianos, le llevaron al hospital, mientras la turba pedía a gritos su muerte inmediata. Próximo ya al hospital, en los alrededores de una capilla de la Virgen, fue lanzado con fuerza desde la camilla, al mismo tiempo que, como san Esteban, encomendaba su espíritu al Señor con las manos juntas y mirando al cielo hasta que fue rematado a tiros .

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