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MÁRTIRES CAPUCHINOS DE ESPAÑA 357 Dos días más tarde, el 25, detrás del hospital francés de Barce– lona, era recogido el cuerpo sin vida del padre Zacarías de Llore9, de 52 años, del convento barcelonés de l'Ajuda, misionero en otro tiempo en Colombia, profesor de Sarriá, hombre entregado a un intenso y variado apostolado. Después de numerosos cambios en su refugio, cayó al fin en manos de los milicianos, quienes, sabien– do que era sacerdote y religioso, le obligaron a trabajar de pincho en el albergue donde se hospedaba el comité anarquista. Después de haberse negado repetidamente a revelar dónde se escondían los otros hermanos, le asesinaron en la noche del 24. En la noche del día siguiente, en un empalme de Barcelona, caía el clérigo fray Buenaventura de Arroyo Cerezo, de 23 años de edad, estudiante de teología. Los milicianos intentaron muchas veces que blasfemara y que arrojara el pequeño crucifijo que lleva– ba consigo; el joven religioso respondió: «Por la cruz me he hecho fraile y por la cruz quiero morir». Fue fusilado por la espalda mien– tras gritaba: «¡Viva Cristo Rey!». El día 30 le seguía otro capuchi– no, fray Marcial de Vilafranca, de solo 19 años, estudiante de filo– sofía. Le habían pillado en casa de sus ancianos padres, a los que quiso defender contra las vejaciones de los milicianos. Porque era religioso y por su gesto de amor filial, fue asesinado en una avenida solitaria de Pedralbes. Continuamos en Barcelona, donde la noche del 9 de septiem– bre, los anarquistas de siempre mataron al padre José de Calella, de 56 años, gran predicador y apóstol del convento de Pompeia. Tras una breve pausa de furia homicida, el 31 de octubre le llegó el momento al padre Timoteo de Palafrugell, de 39 años, predica– dor del convento de Olot. Después de tres meses de prisión en la cárcel local, ya seguro de su condena a muerte, el 30 había confesa– do a sus compañeros de prisión y con el pan y el vino de los mis– mos reclusos celebró la santa misa, como viático para sí y para los demás. Al día siguiente, junto con otros detenidos y con las manos atadas, le hicieron subir a un camión. En el lugar de la ejecución el padre Timoteo suplicó a los asesinos que perdonaran la vida a los padres de familia, ofreciéndose a sí mismo por todos. No fue escuchado y todos fueron acribillados a balas al mismo tiempo que gritaban «¡Viva Cristo Rey!».

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