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MÁRTIRES CAPUCHINOS DE ESPAÑA 351 guiar, dedicados al culto y al ministerio en sus propias iglesias con– ventuales y a la predicación popular; en ninguna parte figuraban a la cabeza de instituciones que pudiesen despertar cierta sospecha de actividad política. Después del 18 de julio los religiosos abandonaron inmediata– mente los conventos o fueron expulsados de los mismos. Vestidos de seglar y llevando consigo el crucifijo, sus medallas, algún libro de devoción y seguramente nada más, buscaron refugio en las casas de los bienhechores, amigos, familiares, o bien en las pensiones de las grandes ciudades, con la esperanza de poder volver pronto al convento una vez conseguida la victoria del levantamiento militar. Sin embargo, casi todos tuvieron en seguida que rendir cuentas a las bandas armadas de los milicianos, que buscaban y detenían a los supuestos enemigos de la república y de la revolución marxista. Muchos consiguieron la libertad, otros fueron recluidos en cár– celes públicas; pero otros sufrieron una muerte violenta en manos sobre todo de los anarquistas. La lúgubre «liturgia» de estas ejecu– ciones era siempre la misma. Descubierta la víctima, bien por de– nuncia o bien por uno de los continuos registros domiciliarios diur– nos y nocturnos, cuando se tenía la certeza o solamente la sospecha de que se tratase de un sacerdote o de un religioso, éste era llevado ante los comités y checas clandestinas para un interrogativo ulterior, acompañado siempre de insultos y golpes. En no pocos casos decían a las víctimas que tenían que blasfemar o defender la república con las armas, si querían gozar de una prometida libertad. No hubo ni una sola apostasía. Después de la condena a muerte, absolutamente ilegal, la vícti– ma era sacada en coche, casi siempre durante la noche, y rematada a tiro de fusil o de revólver en un lugar apartado o en la cuneta de una carretera solitaria entre los campos. El cuerpo, abandonado en el mismo lugar donde caía abatido, era recogido posteriormente por los servicios sanitarios y llevado a los depósitos judiciarios, donde la autoridad redactaba el hecho del hallazgo y la causa de la muerte -deceso tratámico por heridas de arma de fuego-, y se sacaba la macabra fotografía del asesinado. No pocas víctimas fueron ente– rradas sin ninguna formalidad, en el mismo lugar del fusilamiento o en lugar desconocido.

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