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332 «... el Señor me dio hermanos» bles personas de toda clase y de ambos sexos con la sola finalidad de confesarse y para este solo fin se me requiere». Es el retrato de una de sus jornadas que el padre Pío hace en una carta del 3 de junio de 1919, llegando a poder escribir en marzo de 1921: «Trabajo siempre sobre el dolor y el trabajo es tanto que no tengo tiempo ni siquiera para concentrarme sobre mí mismo y es un verdadero milagro el que no llegue a perder la cabeza». Este «milagro» se repetirá durante cincuenta años, día tras días, salvo el período de 1931-1933 en el que el entonces Santo Oficio tomó la medida de suspenderlo del ministerio de la confesión. Tra– tar de hacer un balance de las personas que se han confesado con el padre Pío resulta imposible, pero la anotación de 15.000 mujeres y 10.000 hombres confesados por él, hecha por el cronista de San Giovanni Rotando sólo en el año 1967 -el año anterior a su muerte– lleva una connotación de un «milagro» persistente. De hecho, ya en 1919 el padre Pío podía escribir invocando a «muchos trabajado– res en la viña del Señor, ya que es una verdadera crueldad mandar a su casa a centenares e incluso a miles de almas el día que vienen desde países tan lejanos con la sola finalidad de purificarse de sus pecados. El tiene clara conciencia de su «vocación para el sacramen– to de la penitencia», vocación, por otra parte, combatida desde el principio por sus superiores por varios motivos (hasta en 18 cartas desde abril de 1911 a 1913 se habla de ello) pero siempre sólidamen– te mantenida de modo que el padre Pío en 1954 pudo decir al padre Agustín: «Prefiero que me lleven sobre una silla antes que no poder ya confesar». No parece poder individualizarse otra razón de este aspecto ma– ravilloso de la actuación de la gracia de Dios que la exigencia de actualizar en el capuchino estigmatizado de Pietrelcina lo que el pa– pa Juan Pablo II ha definido como «el derecho a un encuentro cada vez más personal del hombre de Cristo crucificado que perdo– na... ; y, al mismo tiempo, el derecho de Cristo mismo hacia cada hombre redimido por El. Y el derecho a encontrarse con cada uno de nosotros». Un derecho que en San Giovanni Rotando continúa reafirmándose en las mismas dimensiones y quizás en proporciones mayores en torno a la tumba del padre Pío. Confesarse con el padre Pío no era una empresa fácil: había que

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