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310 « ... el Señor me dio hermanos» Si en el centro de Padua estaba siempre abierto el café Pedroc– chi, en la periferia estaba también siempre abierta la celdilla– confesonario del padre Leopoldo para acoger, para escuchar casos dolorosos, para asegurar el perdón de Dios. Una actividad escondi– da, sin propaganda, apenas percibida, alejada de entrevistas o de flash, desarrollada durante más de 30 años, sin interrupción, con esa labor de día a día que siempre desgasta, con una asiduidad de diez a doce horas diarias. Cuando los males del cuerpo le impedían este servicio de la estola morada, el enfermo pedía a personas de su confianza: «Enco– miéndeme al Padrone (señor dueño) a fin de que se digne devolver– me la salud para el bien de las almas». Y en marzo de 1942, cuatro meses antes de morir: «Usted ruegue por mí, para que la Virgen santísima se digne librarme de estas incomodidades, para que así pueda nuevamente atender a las almas». Un sacerdote con el único interés: las almas. Apóstol a pesar de mantenerse sentado. Todos eran sus penitentes preferidos. Si acaso había alguna sin– gularidad, ésta era para los sacerdotes, que los consideraba «elegi– dos para la salvación de los pueblos» (carta a un sacerdote, en octu– bre de 1937). Los sacerdotes correspondieron a tal predilección, co– mo se evidenció en sus Bodas de oro sacerdotales, el 12 de septiem– bre de 1940. Se congregaron más de 500 sacerdotes. La estima de éstos por su confesor también se manifestó llevando el ataúd en su funeral. El profesor Ezio Franceschini, de la universidad católica de Mi– lán, sintetizó el servicio del padre Leopoldo en Padua al presentarlo «encerrado en una celdilla de escasos metros cuadrados, sin preocu– parse de sus achaques, ni del frío, del calor, del cansancio, del in– terminable desfilar de las personas que acudían a sus pies con el peso de sus culpas, de sus penas, de sus necesidades ... Confesando durante diez, doce horas al día, con paciencia, con bondad, con atención siempre viva, encontrando las palabras apropiadas para ca– da uno. Todo esto sin interrupción ni reposo, ni siquiera en los días anteriores a su muerte. Tener cada día nueva sed de almas; hacer llegar a las conciencias la luz de Dios; transformar la propia vida en una donación de sí y en una donación de Dios. Y todo con sencillez, con serenidad. Esta es la vida del padre Leopoldo».
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