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20 «...el Señor me dio hermanos» cados, a la luz, de los mosaicos del ábside de las antiguas basílicas cristianas. Está fuera de duda que no son los milagros los que hacen a un santo, sino el empeño y tesón cotidiano en el servicio de Dios. Si el milagro es una señal de santidad, ésta es gracia de Dios y esfuerzo y colaboración humana. Aunque llena de milagros, la vida de Ignacio fue, sin embargo, una entrega decidida a Dios. Particularmente desde los veinte hasta los ochenta años. Un «SÍ» a Dios hecho fidelidad durante años Nacido el 18 de diciembre de 1701, llamado en el bautismo con los tres nombres de Francisco, Ignacio y Vicente, le tocó vivir aquellos comienzos del siglo XVIII que, a través de errores y de apostasías, condujeron a crear los gérmenes que maduraron en la revolución francesa. Le acogió a la existencia una casa medio en ruina, cuatro muros mal revocados con un piso mojado a causa de la deteriorada techumbre. Era el hijo segundo de Matías Peis y de Ana María Sanna, familia cristiana pobre, que trabajaba un poco de tierra en la región de Láconi, en la diócesis de Oristano, a casi 600 metros sobre el nivel del mar, junto a la vertiente oriental de Cerdeña, constituido de unas pocas y humildes casas y unas campiñas que rodeaban el castillo en que residía el marqués. A Vicente siguieron otras cinco hermanas, una de las cuales fue clarisa, -hermana Inés- y dos hermanos. Si para toda la isla, a los comienzos del 1700, la vida de los sardos era económica y socialmente difícil, por falta de comuni– cación con el continente, por aversión al mar y al comercio, por las carestías ininterrumpidas, pestes y malaria, mucho más difícil lo era para la numerosa familia Peis. Durante la maternidad de Ana María, cuando esperaba a Vicente, surgieron complicaciones. Para poder darlo a luz sano y salvo, lo había ya consagrado en su seno , a san Francisco de Asís: por ello, en el bautismo le hizo llamar Francisco. Hizo también voto de dedicárselo en su Orden.

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