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LEOPOLDO MAKDié 303 ba mayor caridad con aquéllos que le habían dado motivo de disgusto.» Se le había clavado una espina dorsal de acero en tiempo de la última guerra. Los oriundos de Istria y de Dalmacia -desde 1797 pertenecían al imperio austro-húngaro- eran considerados ciudada– nos austríacos. El gobierno italiano, por motivos de seguridad, les puso el dilema: o aceptar la ciudadanía italiana o ser internados más allá de Florencia. Ciudadano de Croacia (actualmente nación independiente y una de las antiguas seis repúblicas ·menores que com– ponían la república federal yugoslava desde 1946), no renunció Mandié a su tierra natal, a la patria de sus antepasados y hacia el final de julio de 1917, partió de la ciudad del Santo hacia Roma, volun– tario internado de guerra. Pretendían inducirle a la aceptación formal de la ciudadanía italia– na, al menos para evitar los inconvenientes del internado, teniendo en cuenta su delicada constitución y su precaria salud. Pero él «siempre enfermizo y con dolores de estómago» repetía su NO, claro e intrépido: «¡No, jamás!. La sangre no es agua; no se puede traicionar a la san– gre». Incluso declaró a los superiores «estar ligado a su patria y dis– puesto, por tanto, a sufrir el castigo del internado». Y lo sufrió. Muchos eran los comentarios de los hombres: desaprobación, incompresión, condena. El internado voluntario le hizo pasar tam– bién por estos sufrimientos. Los motivos de su elección estaban, sí, en la sangre, en el puro amor a su pueblo y a su patria croata, pero estaban más en una profundidad todavía mayor: en un ideal apostólico-ecuménico, que desde su juventud fermentaba en su alma. «Yo tengo siempre el Oriente ante mis ojos» El padre Leopoldo había optado por aquella enojosa elección, porque cuando terminase la guerra, quería volver a los suyos, croa– to entre los croatos, con la cabeza alta, con todos los papeles en regla, para guiar «a los suyos» en el retorno a la Iglesia una y católica. El Oriente mismo había sido la causa de tal decisión. Año y medio antes de morir, el 14 de febrero de 1941, escribió desde Padua: «Yo tengo siempre el Oriente ante mis ojos». El Oriente fue su ansia apostólica y su sacrificada misión. Le

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