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290 «... el Señor me dio hermanos» ¡Granuja, a trabajar! ¡Que le afeiten! ¡Que le corten el pes– cuezo! Otros blasfemaban. El hombre de Dios replicó con entereza: - Si queréis mi cuello, aquí lo tenéis, pero el nombre de Dios respetadlo, y cuando lo pronunciéis que sea para bendecirlo. Los que lo conocía actuaban de otra manera. Se encuentra con una manifestación de obreros. Algunos intentan agredirle. Otros camaradas les contiene: - ¡Dejadlo, ése es más pobre que nosotros! El silenciaba los malos tratos que recibía para que los superio– res no le privaran de su cruz, y cuanto peor le iba mayor era su gozo. Con mirada sobrenatural, atribuía tantas desdichas a los mu– chos pecados: «Esto lo permite el Señor porque quiere despertar las conciencias». Al enterarse de la muerte violenta de siete de sus hermanos en el convento de Antequera y las de tantos otros, obispos, sacerdo– tes, seglares, reaccionaba considerándoles mártires. Su sentida pena era por los asesinos. Parafraseando el evangelio exclamaba: «Pobre– citos, hay que tenerles compasión, no saben lo que hacen». Rezaba por ellos e invitaba a hacerlo. Ante tristes escenas que presenciara o le refirieran, se lamenta– ba: «Algo habremos hecho cuando el Señor permite esto. Tenemos que hacer penitencia para merecer la piedad de Dios para todos». Redobló sus penitencias y sus horas ante el sagrario implorando la clemencia de Dios por tantos sufrimientos provocados por la guerra. La fama le entristece Corrió la especie de que aquel fraile era santo. Así lo procla– maba el pueblo de forma más o menos explícita. Un grupo de obre– ros: «Ese sí que es un fraile». Un ilustre jesuita: «Es un santo de los de verdad». Así lo estimaban también los frailes de su convento al observar la ejemplaridad de sus virtudes que superaba el grado de lo normal. La gente se procuraba objetos relacionados con él que conser– van como preciadas reliquias: estampas o medallas que repartía,

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