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288 « ... el Señor me dio hermanos» blan de dos reacciones distintas. Si aconsejaba conformidad: «Hay que aceptar lo que Dios manda», etc., ya sabían que estaban ante un caso desesperado. Si por el contrario eran alentadoras: «Hay que confiar en Dios». «No hay que perder la esperanza mientras el enfermo viva», renacía el ánimo; no sucedería lo peor. En cente– nares de casos, algunos contra todo pronóstico y clínicamente inex– plicable, no se registró un solo fallo. Cuando le comunicaban la curación del enfermo, o la solución del problema encomendado, como atribuyéndolo a sus oraciones, se apresuraba a decir: «La Virgen nos ha escuchado». Hablarán también de espíritu profético. Días antes de estallar la guerra civil, un matrimonio preparaba las maletas, con el máxi– mo sigilo, para unirse con el resto de la familia en Madrid y esperar juntos la tragedia que se avecinaba. Ni a fray Leopoldo se lo comu– nicaron; pero éste, a las diez de la noche -hecho insólito- pide permiso para salir a un recado urgente. Atraviesa la ciudad por ca– lles desiertas, vigiladas por pistoleros. El asombro de los señores Velasco fue grande al verle allí tan a deshora, pero mayor cuando les dijo: «No hagan ese viaje que tienen proyectado: aquí no les sucederá nada malo». Aceptaron sin réplica tan misteriosa interven– ción. Los sucesos desvelaron el alcance de sus palabras. Todos los varones de aquella familia, reunidos en Madrid, fueron asesinados. Visitaba la casa de los señores Barrecheguren. Allí juega una niña de muy pocos años. Los ojos del hombre de Dios brillaron con destellos singulares. Recomienda a su padre: «Cuide mucho de ella; Dios la ha escogido para grandes cosas». Falleció a los 19 años de edad, tras una vida muy virtuosa, acrisolada por la enfermedad. Hoy se le sigue proceso de beatificación. Abundan episodios similares: Nada de tonos proféticos, sino pa– labras de la máxima simplicidad, pero de exacto cumplimiento. Aseguran que leía en las conciencias. Aún sin que le consulten, dirigirá la palabra a personas que sufrían conflictos internos deján– dolas confortadas. Confesarán que aquel hombre había penetrado sus más ocultos pensamientos. Ya aludimos a su don de consejo. Gentes del pueblo, aristócra– tas, teólogos, dignidades eclesiásticas (se cita al cardenal Casanova), acudían a él. Actúa con sencillez. Se confiesa un simple herma-

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