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286 « ... el Señor me dio hermanos» caciones; observaron que cuando apetecía el sol iba por la acera en sombra y viceversa. Así en mil detalles. Un farmacéutico le ins– taba para curarle las grietas de los pies: Se excusaba: «Yo soy ya viejo y no hago ninguna penitencia; ¿qué menos que sufrir estas que nos manda el Señor»? Mendigando por los pueblos contrajo una cruel dolencia (prolapso rectal) que se le agravó debido al sigilo con que la llevó; la estimó como un regalo de Dios. Muchos años después, al hacerle un reconocimiento, por fractura del fémur, el médico quedó impresionado al pensar lo que sufriría en su caminar constante. La única forma de interpretar los deseos de Dios sobre él era la estricta obediencia. Exhortaba a obedecer porque, «haciendo lo mandado siempre se acierta». Si oponían reparos o innovaciones argumentaba: «Hagamos lo que está mandado». Su única «rebel– día» fue vestir de seglar. Esto no compaginaba con su ideal de testi– go intrépido de Cristo. Expuso sus razones, pero se sometió. Obede– cía con inusitado espíritu reconociendo en todo mandato la volun– tad divina. Sus razones tendría al aconsejar a sus hermanos cuando protestaban: «Para ganar el cielo hay que tragar mucha saliva». Quedan testimonios de casos auténticamente heroicos de su obediencia. Su esmero por la castidad se manifestaba en los más nimios detalles. A la curiosidad femenina debemos esta observación: «En mucho tiempo no pude saber el color de sus ojos». Aquella mirada tan limpia, tan de niño era un prodigio de modestia. No admitía ni un simple desahogo contra nadie. Disculpaba a todos. Ante cualquier escándalo siempre tenía una palabra de pie– dad para el caído: «¿Quién podrá tirar la primera piedra? Tal vez nosotros, eri las mismas circunstancias, hubiéramos sido peores; te– nemos que pedirle al Señor que nos asista con su gracia». Se imponía sacrificios por los demás que nunca consentiría los hicieses con él. En su alforja tenían cabida los más absurdos encar– gos de los frailes. Para los enfermos del convento pedía, no sin sonrojo, alimentos delicados. Como el capellán del hospital se nega– ra a dar el Viático a fray Leandro de Ecija, por temor a que devol– viera las sagradas especies, él lo consiguió, ofreciéndose a tomarlas si las arrojaba. Un escritor de hoy, que lo conoció de joven y muy de cerca
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