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284 « ...el Señor me dio hermanos» pláticas a comunidades. Un predicador de fama, agustino, me dijo: «Eso sí que es predicar. Sin abrir los labios consigue más fruto que todos nosotros juntos». El pueblo lo dirá a su modo: «Con sólo ver a fray Leopoldo siente uno deseos de ser mejor»: Pocas palabras; ejemplo vivo. D. Manuel Casares, obispo de Almería, testificó: «Una cosa despertó mi respeto por fray Leopoldo. Lo oí, siendo estudiante de teología en Granada, a un profesor, hombre admirable por sus conocimientos, y por sus ironías y escarceos en vidas e instituciones. Explicaba sobre la acción del Espíritu Santo en los hombres y puso como ejemplo a fray Leopoldo: «Ese sí que es un hombre de Dios; ese hombre tiene el don de consejo sin saber teología. Lo tiene por– que se lo da el Espíritu Santo. Este testimonio -agrega- tiene pa– ra mí un valor singular, pues su autor no era dado a elogios, sino todo lo contrario». Era respetado y admirado por hombres de todas las ideologías. En un corrillo se proferían diatribas contra el clero. Interrumpen: «¿Y Fray Leopoldo?» «¡Ah, -replican- si todos fueran como él...!». Era el más limpio testimonio evangélico y franciscano porque lo vivía en plenitud. Sus consejos serán los de una vida seriamente anclada en Dios. Algunas de sus máximas: «Lo que el Señor envía hay que aceptarlo; El hace siempre lo mejor». «Dios sabe mejor lo que nos conviene». «No hay que tener miedo; vamos por donde el Señor nos lleva». «Nos viene bien algún sufrimiento para acor– damos de Dios», etc., etc. Aconsejaba lo que vivía en su carne y en su espíritu. Al ini– ciar una acción: «En nombre de Dios». En toda prueba: «Todo sea por Dios». Los padecimientos, «regalos de Dios». Escribe a un sobrino: «Tengo la vista de lo peor; y estoy contento porque Dios así lo quiere». En la última enfermedad: «Dios lo envía, estoy contento. ¡Bendito sea Dios!». En el lecho de su muerte: «Como Dios quiera y cuando Dios quiera. Cúmplase la voluntad de Dios» . Vivía ante Dios como en un eterno presente con enterne– cido corazón. Es imaginable, pues, su consternación ante la blasfemia. Reac– cionaba como herido en lo más íntimo del alma. Un grito de ala– banza brotaba de su ser estremecido: «Bendito sea Dios» «¡Alabado

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