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LEOPOLDO DE ALPANDEIRE 283 de pan o unas monedas, repartirá la limosna espiritual de sus ora– ciones, consejos y consuelos. Y también, con el permiso del supe– rior, hará otras caridades. Se le acerca un obrero en paro. El sólo lleva una hogaza. Con la navaja, que el hombre le ofrece, la corta en dos mitades. Niños necesitados esperan su regreso al convento pendientes de su alforja. Nunca les desfraudó. Sigilosamente visita– ba a pobres vergonzantes para los que pedía expresamente. Una monja de clausura escribe: «Siempre nos dejaba algo de la limosna que llevaba». En el tomo de un convento de clarisas deposita una canti– dad de nueces: «Madre, aquí le dejo estas nueces. Son del nogal de nuestro padre san Francisco». Su postre y lo mejor de su comida siempre tenía destinatarios. No podía dar cuanto deseaba pero se daba a sí mismo. Entra– ñablemente humano, siempre acogedor, le detendrán en la calle o en sus domicilios para confiarle inquietudes de toda índole. A su regreso de la calle, su primera visita será a la iglesia. Jamás se le verá ocioso. Se ocupaba en los menesteres de su oficio de sacristán, ayudaba en la cocina o a cualquier hermano. Un hombre de Dios Un sacerdote que le conocía íntimamente, me lo definió así: «No era hombre de letras, no tenía estudios teológicos; pero nos aventajaba a todos porque poseía el gran secreto del conocimiento y del amor de Dios. Era todo un hombre de Dios». Por temperamento era reservado, y hermético en lo concerniente a su vida espiritual. Revela su análisis grafológico: «Alma sensible, de enorme vida íntima, pero guardada ante Dios». Sin embargo hay cosas imposibles de ocultar. Lo descubrieron ya sus connovicios. Dios era la única realidad de su vida. Vive al unísono con el divino beneplácito cada minuto y cada problema, tanto si le sonríe la vida, como en la hora de la prueba, cuando duele la filiación divina. Traslucía a Dios en toda su persona. Hasta los niños suspen– dían sus travesuras y permanecían respetuosos cuando él pasaba. Por los años treinta, el jesuita padre Payán, asesinado en la guerra civil, lo proponía desde el púlpito como modelo: «Tenemos un san– to por las calles>:-. Sacerdotes de otras órdenes harían lo mismo en

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