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LUIS AMIGÓ Y FERRER 251 solicitando ser admitidos, y no tardaron en recibir contestación fa– vorable. Al mismo tiempo, uno de los amigos ingresados en una cartuja francesa, les notificaba su salida de la misma y entrada en los capuchinos de Tolosa. Al partir hacia su destino, José María dijo a sus hermanas que se ausentaba ocho días para hacer ejercicios espirituales y se embar– có en Valencia con su compañero el 28 de marzo de 1874, rumbo a Francia, llegando a Bayona a finales de dicho mes, al tiempo que le hubiera correspondido emitir su profesión como terciario fran– ciscano. El nuevo convento de Bayona había sido fundado en 1856 para proveer de un asilo seguro a los capuchinos exclaustrados en Espa– ña, finalidad pronto transformada, por las autoridades de la Iglesia y de la Orden, en la de noviciado para los aspirantes españoles. El ambiente de pobreza, austeridad en todo y observancia regular era tan marcado, y tan crecido el número de candidatos, que aquel convento merecería muy pronto el elogio de «perla de la Orden», tributado por su ministro general. Cuando el portero abrió la puerta a los dos postulantes valencianos, éstos se llenaron de estupor, como si vieran ante sí la imagen viva de la santa pobreza. Tan fuerte, poco agradable e inesperada fue esa impresión en José María que le asaltó la ten– tación de no pasar adelante. «No conocía yo aún el mérito de la santa pobreza, virtud en que tanto se distinguía aquel venerable religioso, tenido por todos como un santo» -escribió en su autobio– grafía. Previo un examen de latín y de los demás estudios cursados, se los incorporó al día siguiente de su llegada al grupo de los novi– cios. Los responsables de la casa se preguntaban si José María, aun convaleciente de unas fiebres intermitentes y prolongadas, podría re– sistir un tenor de vida como el que le esperaba. Pero el maestro de novicios y el padre lector hallaron una solución que aquietó los recelos del guardián y de ellos mismos: admitirlo sin muchas ilusio– nes, pues no había duda de que el aspirante se convencería por sí solo de su ineptitud a poco de experimentar los rigores de un noviciado capuchino.

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