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FRANCISCO DE ORIHUELA 235 sados por las fuerzas revolucionarias y la mayoría de los misione– ros, al frente de los cuales iba el padre Francisco, condenados a un forzoso destierro a Venezuela. Ese mismo año, dos jóvenes reli– giosos apostataron de la fe y se enrolaron en las filas del protestan– tismo, adelantando una violenta campaña de difamación y despresti– gio contra la Orden y la Misión. En otro orden de cosas, Roma venía exigiendo una mayor prudencia y revisión de los métodos de evangelización empleados por nuestros misioneros, sobre todo en lo referente a la fácil administración del bautismo, cuestionando en cierta manera su presencia en la Misión. Con todo, el padre Francisco, con sus actitudes de servicio a la Iglesia, casi sin pensarlo, iba manteniendo la esperanza y abriendo el camino de la ilusión misional. Así lo reconocía el superior de Ca– racas en su informe al padre general, pues, tras analizar el problema y proponer como solución la reestructuración del equipo misionero, indicaba que para ello «no es posible hallar otro religioso en nues– tras provincias más a propósito que el padre Francisco de Orihuela». Su trabajo apostólico siempre estuvo revestido de una sencillez y entrega extraordinaria, sin el ruido de las grandes obras, pero con la alegría de hacer presente a la Iglesia entre pueblos y culturas primitivas; «me siento tan bien y conforme -escribía a un religioso que le insinuaba regresar a la provincia- que no cambiaría los tra– bajos de la Misión por la paz de los conventos: veo cuán bien me va no querer nada». Obispo A la muerte de mons. Rafael Celedón, en diciembre de 1902, el padre Francisco fue arrancado de su pacífica vida misional y pro– movido «casi obligado ... » «por la misericordia de Dios y santa obe– diencia... » a sucederle en la diócesis de Santa Marta, primero como vicario capitular y más tarde como obispo titular; de nada sirvieron sus lágrimas y su natural turbación. El padre Francisco no era un desconocido en la diócesis de Santa Marta, donde recién llegado a Colombia, había sido rector del se– minario (1892). A todos era notoria la austeridad de su vida, su consagración al confesonario, su fervor mariano, su vida de ora-
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