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12 «... el Señor me dio hermanos» sus increíbles mortificaciones sin quedar desconcertado. Queremos sal– tarlos a pies juntillas, para ahorrar al lector una instintiva reacción de horror. Ya en el proceso de beatificación, el promotor de la fe tuvo que exclamar, al ver desfilar delante de sí los instrumentos peni– tenciales de la sierva de Dios: «In his recensendis horrescit animus!». Por fidelidad a la historia, señalamos solamente las prolonga– das disciplinas de sangre, los cilicios de toda clase, las incisiones con cuchillas, con azufre encendido y corpiños de hierro, el indes– criptible invento de clavarse innumerables agujas en varias partes del cuerpo, sobre todo en las sienes y en la cabeza. Las mantuvo hasta la muerte y fueron objeto de un estudio científico por parte de médicos de fama europea. Estamos en el límite extremo, casi alucinante, de un amor que quiere manifestarse a toda costa con exageración. Tal vez pueda aplicarse la constatación de la protagonista: «Toda mi vida es una equivocación». Para hacer menos incomprensibles tales exageraciones, debe pre– cisarse que las mismas no le impidieron jamás atender al cumpli– miento de sus deberes y oficios y que siempre tuvo el permiso ex– preso de los confesores, los cuales le reconocieron una singular vo– cación y un carisma extraordinario de penitente heroica. De esto no hay que deducir que ella no sintiese el peso de las mortificaciones: todo lo contrario. Veamos, en efecto, cómo se de– sahogaba en un momento de soledad y de incompresión: «Y se creen los confesores que esto procede por tener yo una naturaleza fuerte como de hierro y que no siento los sufrimientos. Pero no es verdad, porque cuando el Señor se esconde, bien siento yo qué naturaleza tengo y cada picada de pulga alza en mi carne una ampolla; ¿qué diré, pues, de tantas disciplinas y cilicios? Es tan fuerte alguna vez el tormento que yo siento en todo mi cuerpo que, si Dios no me diese un auxilio especial, sé ciertamente no podría sufrirlo y me arrastraría por tierra como una serpiente». Era, por tanto, el Señor quien le daba la fuerza, pero ella acep– taba el sufrimiento satisfaciendo con su persona. Era por puro amor; amor que le arrancó el slogan: «En las cosas más arduas es necesa– rio obrar a lo heroico». Para «obrar a lo heroico» y mantenerse en una tensión cons-
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