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224 «... el Señor me dio hermanos» siones del superior, de las cosas más corrientes, como un lápiz, un papel de carta, un libro, si no pedía cada vez un permiso expreso y formal». De corazón libre, estaba pendiente de la autoridad como garante precisamente de su libertad. Al mismo tiempo se considera– ba feliz pudiendo servir a los demás. En sus escritos encontramos esta frase de san Francisco: «El hermano menor se debe dedicar con toda su voluntad a servir a los demás y no halla gusto si le sirven, recordando que nuestro señor Jesucristo vino, no para ser servido, sino para servir». Amor a la eucaristía El propósito de vivir bajo el mismo techo con Jesucristo había sido el punto de partida de su vocación a la vida capuchina. Pero ahora el ideal de la vida religiosa se había ampliado y enriquecido: cobraban relevancia los valores de la vida consagrada, las intuicio– nes de la espiritualidad franciscana. La eucaristía cada día se con– vertía más en el centro de su vida y de su experiencia. En torno a la eucaristía giraba su jornada de capuchino. Para el padre Inocencio estar junto a la eucaristía era una exigencia cada vez más profunda, un gozo que lo embriagaba, le hacía olvidar to– do lo demás . Pasaba interminables horas del día y de la noche de– lante del tabernáculo. Postrado ante la eucaristía «su rostro se em– bellecía» refiere un testigo. Sabía encontrar razones para permane– cer en la iglesia y sortear amablemente las eventuales dificultades que provenían de los superiores. Le obligaron a salir de la iglesia inmediatamente que la fraternidad terminaba sus oraciones por la tarde . Cumplía obedientemente la orden, pero no se separaba mu– cho de los muros del templo y daba vueltas a su alrededor, se dete– nía estáticamente junto a la puerta semiabierta y así continuaba ho– ra tras hora en su adorante camino. En la Annunziata descubrió que en la biblioteca se abría una puertecilla que daba al púlpito de la iglesia. Desde aquel momento la biblioteca se convirtió en el centro de la actividad de todas sus horas de estudio: empujaba lige– ramente la puertecita de tal manera que entreviera el altar apenas dibujado por la incierta y fugaz penumbra reflejada por la luz de la lámpara, tomaba un libro en sus manos ... Pasaban las horas de
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