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8 « ... el Señor me dio hermanos» rior de la mente, sentía haber dado aquel paso voluntariamente, pa– ra venir a amar a Dios con todo el corazón y que se habría arroja– do incluso en medio de lanzas por entrar en el monasterio, pues estaba absolutamente cierta de ser ésta la voluntad de Dios, al que únicamente deseaba agradar». Al prestigio de la propia familia eli– gió, felizmente, la fuerza de pertenecer a Dios. De maestra enseñará a las novicias que «la gloria más grande era de ser capuchina y que no debía por ello ser otra cosa». No quiero morir En el monasterio le esperaba la cruz con pruebas terribles de escrúpulos y de arideces espirituales. El confesor le podía ayudar poco o nada de hecho. «A estas molestias -escribía ella- se unía una maestra de novicias que, si bien era santa, era demasiado auste– ra; y por tanto no sólo no le inspiraba confianza, sino que no la entendía; es más, manifestaba ella como cosa infalible que, perma– neciendo yo en religión, sería la ruina de la observancia. Y esto porque no sabía todo lo que pasaba dentro de mí, y las continuas batallas que en este infeliz estado yo combatía». De hecho, a la comunidad reunida para la primera votación sobre la idoneidad de la novicia, la maestra declaró categóricamente que, «si sor Magdalena se aceptaba a la profesión sería la ruina de la Orden». En una situación tan crítica e inapelable, no había para la pobre novicia otro refugio que la oración. Contrariamente a lo acostumbrado, las monjas llamadas a votar rechazaron el pare– cer de la maestra y votaron positivo unánimemente. La maestra fue quitada y sustituida por otra más comprensiva. Al año exacto de la toma de hábito, el 8 de septiembre de 1706, sor María Magdale– na emitía la profesión religiosa. No acabaron con esto las pruebas interiores. Los escrúpulos, las tentaciones, las noches obscuras del espíritu continuaron y alcan– zaron el culmen de la desesperación. En el 1708 tiene los ejercicios espirituales en el monasterio un padre jesuita, el cual, siguiendo un estilo de marca jansenista, habló de la justicia divina en tono apo– calíptico para asustar e incluso humillar físicamente a la escrupulosa y ya atormentada sor Magdalena. En la escucha de aquellas predi-

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