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168 « ... el Señor me dio hermanos» pontáneo, normal y no necesita mayores explicaciones. Sin embargo, se podría sospechar de la existencia de una voluntad política, sobre todo si se tiene en cuenta la situación de Alemania, desgarrada por las baladronadas destructivas de los supermen nazis e hitlerianos. La tenacidad del padre José Antonio de Harsberg, superior del convento de Santa Ana de Altotting, consiguió terminar el proceso. Ya en 1914 el proceso informativo, con más de 60 testigos interro– gados, y el examen de los escasos escritos atribuidos a fray Conra– do, estaban terminados. En otoño de ese mismo año se pudieron enviar a Roma únicamente el examen sobre los escritos. Lo demás, mucho más importante, ultimado debidamente, quedó bloqueado a la vista de la situación política que arrastraba a las naciones hacia la primera guerra mundial. No obstante, en Passau se trabajó en el proceso de non cultu. Pero solamente después de la guerra, a finales de 1919, se pudo enviar a Roma toda esta documentación. El 28 de mayo de 1924 Pío XI ratificó la respuesta favorable propuesta ocho días antes por la congregación. La causa emprendía definitivamente su camino. El proceso apostólico sobre las virtudes se concluyó en 1925. Se recogieron más de 130 testimonios. Ni si– quiera habían transcurrido cincuenta años desde su muerte, pero el papa quiso que la causa continuara. El 15 de agosto de 1928 procla– mó la heroicidad de sus virtudes, el 15 de junio de 1930 Conrado de Parzham fue beatificado y el 20 de mayo de 1934 fue inscrito en el catálogo de los santos, realizado todo por el mismo Pío XI. Esta carrera tan veloz y sin entorpecimientos podría interpretar– se como guiada por una «voluntad política». Fue, sin lugar a du– das, como dijo el papa, «la mano maestra de nuestro Señor», admi– rable «en la preparación, disposición y combinación de las cosas, la que hizo brotar de estas coyunturas unos acontecimientos y ense– ñanzas felicísimas». El historiador indaga sobre estos hechos, refle– xiona sobre ellos, los pone a contra luz, los confronta, sopesa la documentación, pero quien emerge espléndidamente es siempre la humilde figura del santo religioso de Parzham. Se trata de una vida sin dramas, rectilínea, simple, al alcance de todos, casi sin fondo, como una flor campestre, que embellece los senderos donde se cruzan cada día los pasos de toda clase de gentes. Nadie se da cuenta que es un hombre distinto. Permanece
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