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146 « ... el Señor me dio hermanos» En enero de 1877 el gobierno español había autorizado, de acuer– do con el obispo de Málaga; a los capuchinos de Bayona a estable– cerse en Antequera. El comisario general Llerena, no obstante velar celosamente por sus propios derechos, encabezaba la lista de los res– tauradores de la Orden en España con el nombre del padre Esteban, opuesto a sus ideas independentistas respecto del superior general. El día de san José de 1877 dieron, como él dice, «principio a nues– tra restauración» y poco después pedía permiso para abrir allí el noviciado, pues abundaban las buenas vocaciones. A esa fundación siguió la de Sanlúcar de Barrameda, precedida, como la anterior, por una gran misión del padre Esteban y otros. El pueblo andaluz recibía en triunfo a «su» Divina Pastora y a sus misioneros. Viendo cómo de todas partes les llovían peticiones de misión, presentó su renuncia a la guardianía de Antequera, pues quería consagrarse a aquel apostolado hasta la muerte. Esta no an– daba lejos. Al cuarto día de la misión, de Fuentes de Andalucía, en febre– ro de 1779, predicó con tal ardor contra la blasfemia, que bajó del púlpito entre espasmos de fiebre y al día siguiente se le adminis– tró el viático. Logró reponerse, y fue nombrado comisario provincial de An– dalucía y delegado del comisario general para toda España. Con los piés hinchados recorrió todavía el país de sur a norte, de norte a sur y desde aquí a todo el levante, abriendo nuevas fundaciones. El 1 de agosto de 1879 veía, por fin, realizarse uno de sus sueños más preciados: la reapertura del convento de Pamplo– na, del que huyera, con su numerosa comunidad, 45 años antes. Y siguió recorriendo la península con los pies vendados y acosado no sólo por la fiebre física -a partir de agosto- sino sobre todo devorado por la fiebre de restaurador. Pero este quehacer no se reducía, en su concepción genuina, a la simple reapertura de con– ventos: suponía, en no menor grado, la vuelta al vínculo vital con Roma y a la auténtica vida de austeridad, pobreza y demás caracte– rísticas del fraile capuchino. Estas últimas no eran difíciles de recuperar entre los repatria– dos de Guatemala y Bayona; no así entre los exclaustrados, habitua– dos durante muchas décadas a una vida más laxa.
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