BCCCAP00000000000000000000682

. 138 « ... el Señor me dio hermanos» sólo su lado puramente religioso, sino un punto de apoyo para con– solidarse en el poder. En esta segunda campaña salvadoreña le ocurrieron hechos que ponían al descubierto su penetración de las conciencias y su gracia taumatúrgica, en beneficio de la fe de sus oyentes. Ante unos siete mil de éstos increpó, en cierta ocasión, al volcán !zaleo, que con sordos rugidos, impedía la escucha de su predicación. Tras perma– necer en silencio unos instantes orando, se dirigió con fuerte voz al volcán en estos términos: -«¡Calla... , y deja predicar la palabra divina!». Apenas dicho eso, enmudeció el estruendo subterráneo, según se testimonia en las Actas del proceso de beatificación. Una futura religiosa capuchina que fue testigo presencial de lo que refería, declaraba para el mismo proceso haberlo visto pasar delante de su casa sobre un jumentillo, entre filas de gentes que pugnaban por besarle las manos y los pies y cortarle trozos del há– bito, sin que él se diera cuenta, pues iba o sumido en la meditación más profunda, o en éxtasis. El crucifijo le colgaba sobre el pecho, semioculto entre su luenga barba. Otra de aquellas misiones se hizo célebre por un fenómeno de terror religioso colectivo entre el auditorio de unas 12.00 personas, que le oían exponer al aire libre la doctrina de la salvación por la fe con obras. Estalló de pronto la multitud en llanto y, exten– diendo los brazos hombres y mujeres en forma de cruz, se les oía gritar: «¡Misericordia, Señor! ¡Perdón, Señor, perdón!». Presas del pánico por lo que decían estar viendo sobre la plaza -fuego del cielo, fieras muy negras, figuras horribles con espadas desenvaina– das ...- unos se refugiaron en la iglesia, y otros en las casas y tien– das vecinas, perdiendo en la carrera zapatos, anillos, carteras, velos y rebozos. De nada sirvieron las palabras y gestos de orden y silen– cio de los dos misioneros, como tampoco el canto de la Salve. La gente continuaba aterrada en sus escondites. Pero tan pronto como aquéllos entonaron el Perdón, oh Dios mío, desapareció el fenóme– no y se sosegaron completamente los ánimos. El efecto de aquel prodigio fue que no pocos libertinos cambia– ron de vida, convirtiéndose en los defensores más acérrimos del ca– rácter milagroso del suceso.

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz