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MARIA MAGDALENA MARTINENGO 3 se limitaba al alma: se me invadían los miembros de un temor frío, como de quien ve algo grande». Pensó en reparar aquello que creía ser una situación de pecado, aumentando la dosis de mortificacio– nes, a las que se daba ya bajo el influjo de las vidas de santos que leía con avidez. La gracia obraba eficazmente, no obstante las limitaciones del ambiente, infundiéndole una atracción irresistible a la oración y a la intimidad con Jesús en el tabernáculo. En agosto de 1699 pidió bruscamente al padre de salir de Santa María de los Angeles y pasar al internado del monasterio benedicti– no del Espíritu Santo. No hizo misterio del motivo que la empuja– ba: las dos tías maternas se le habían hecho sofocantes por el mu– tuo celo que no conseguían controlar en sus relaciones. En la auto– biografía podrá atestiguar que «en general en servir a Dios había conseguido rechazar generosamente el amor de los parientes». Sobre las pretensiones indebidas de las criaturas prevaleció el celo de Aquel que la amó primero. Antes de entrar en el monasterio del Espíritu Santo, estuvo con la familia algunos meses y anduvo mientras tanto de vacaciones por los montes de la Lombardía, alrededor del lago Iseo. Tampoco aquí dejó de seguirla la acción de la gracia, que le infundió un atractivo sensible por la vida contemplativa. Ella recordaba que, «enamorada ante la vista de aquellos lugares silvestres y deshabitados, de aque– llas grutas tan bellas, que parecía la llamasen a albergarse en la soledad, proyectó retirarse en oración, pero fue retenida por miedo a los lobos que infestaban aquellos parajes». Comenzaba a vislumbrar la vocación a la clausura, que desem– bocó después sucesivamente y se impuso con fuerza irresistible en la elección de estado. Ya en Santa María de los Angeles había apa– recido un indicio: un día, junto a dos compañeras, intentó huir y andar «en un eremitorio para allí sufrir a su voluntad». No lo con– siguió, porque «estaba bien cerrada con llave la puerta secreta del monasterio, de la que quería servirse para salir». Teresa de Avila, a la misma edad, había intentado llegar a tie– rras de moros escapándose de los suyos, buscando el martirio. ¿Ve– leidad de adolescente? Tal vez más exacto pensar en signos de una elección gratuita del Señor, que se anunciaba predisponiendo psico– lógicamente la creatura a su vocación.
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