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136 «... el Señor me dio hermanos» afuera, de su razón de ser y de su mensaje de paz a un mundo alterado por incesantes revoluciones político-sociales. El 16 de diciembre de 1856 emprendía el padre Esteban su pri– mera campaña misionera. El arzobispo de Guatemala le había dado previamente plenas facultades para la legitimación de matrimonios, pues su irregularidad constituía una plaga también en aquel país. Los capuchinos le habían investido del cargo de director de misiones. De 1856 a 1859 él y sus compañeros de predicación renovaron la fe en numerosos pueblos y ciudades de la república, no siendo uno de los servicios menores, hechos a ésta, el de apaciguar los ánimos de muchos ciudadanos, enardecidos por las consabidas ban– derías políticas de liberales y conservadores. En el sermón del per– dón a los enemigos solían terminar éstos públicamente reconcilia– dos. Y se dio el caso de verse algún militar de alta graduación arro– dillarse antes sus reclutas y pedirles le perdonaran sus excesos. Otra de las labores llevadas a cabo en esos años fue la de la asistencia a los apestados, cuando el cólera diezmaba la población, especial– mente a los indios. Tan abundantes fueron los frutos de aquella campaña, que su responsable anotaba en sus apuntes haber arregla– do en ella unos 4.000 matrimonios. El padre general de la Orden, respondiendo a una carta en que aquél le informaba con gran entu– siasmo de sus correrías apostólicas, no dudaba en exhortarle a con– tinuar en esa empresa tan animosamente, «hasta la muerte», inter– pretando fielmente en esa frase su destino. La segunda mita! del año 1859 quiso dedicarla a misionar en la vecina república de El Salvador, gobernada por liberales sectarios. En su larga experiencia misionera no había el padre Esteban podido imaginar que una de sus misiones terminara a punta de bayoneta, como le ocurrió en la salvadoreña Santa Ana. Escoltado por un piquete de cincuenta hombres armados, hubieron los misioneros de abandonar esa ciudad en plena misión, y cerca de la media noche, sin darles tiempo ni para recoger el estandarte de la Divina Pastora, que tenían desplegado en la iglesia. Así, en medio del pasmo y sor– presa total para ellos y para la población, que concurría en masa al templo, y no se enteraría hasta la madrugada siguiente. Con tanto humor como ironía comentaba su víctima principal, el padre Esteban: «Fuimos caminando toda la noche. Hasta las bestias

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