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132 «... el Señor me dio hermanos» en otros países pudiera ser más provechosa para las almas y para su propia Orden, de acuerdo con su superior, se dirigió a Cuba, con la esperanza de poder instalar una comunidad capuchina en el edificio del antiguo colegio de misioneros de La Habana, estableci– do allí por sus correligionarios de Castilla en el siglo anterior. Lle– gado en enero de 1850, y hechas sin éxito varias gestiones en pro de la fundación, optó al año siguiente por ponerse a disposición del arzobispo de Santiago, el futuro san Antonio María Claret, re– cién llegado de España. El prelado lo recibió con estas palabras: «Desde hoy será usted mi misionero». Bajo ese aspecto, se habían encontrado dos almas gemelas, pues del primero diría su secretario que tenía «más de misionero que de arzobispo», y cuando años más tarde este prelado le propusiera al padre Esteban traérselo a Espa– ña, donde no le sería difícil proponerlo para una mitra, respondió aquél sentirse nacido más para misionero capuchino que para digni– dades eclesiásticas. Si el panorama político de Cuba difería del venezolano en que la isla aún estaba regida por España, no difería tanto al de los otros países en cuanto a la lucha de los partidos políticos. También allí se oponían y turnaban liberales y conservadores, trasunto, aun– que menos virulento, de la lucha entablada en la metrópolis. En lo social, moral y religioso la situación de Cuba era proba– blemente más difícil y complicada que la de la república bolivaria– na. Su población era una amalgama de blancos, negros, amarillos y cruzados de esas y otras razas. El concubinato estaba a la luz del día. El clero era escaso y mal formado: según el general que gobernaba la isla en aquellos años, había en ella no más de 438 eclesiásticos para un millón de habitantes. Para actuar en ese ambiente se necesitaba un equipo como el que rodeaba al padre Claret. Consciente éste de la mayor experien– cia del padre Esteban, solía mandarlo con algún otro sacerdote me– nos entrenado. Las misiones podían durar varias semanas sin inte– rrupción, con un trabajo extenuante por su estilo, más intensivo y minucioso que en Venezuela: además de los dos platos fuertes del púlpito y del confesonario, incluían la catequesis a niños y adul– tos, el apostolado a domicilio, la atención particular a los negros, que del cristianismo apenas habían recibido otra cosa que el bautismo,

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