BCCCAP00000000000000000000682
130 «... el Señor me dio hermanos» tar drásticamente aquellos abusos, pero que, a la vez, les acarrearon la antipatía de los traficantes y de los poderes locales. En la nación había sucedido al régimen moderado, importador de misioneros, el muy hostil de los liberales; y, si en el trato dispensado a aquéllos por el primero latía ya la directriz de que era menos empleados suyos, en la actitud del segundo se haría patente la incompatibilidad de miras según los idearios respectivos. A esas dificultades externas vino a sumarse la pérdida completa de la salud por parte de los dos misioneros destacados en aquella avanzadilla. El paludismo, que se les había ido inoculando insensiblemente, estalló con fuerza de pronto y unido a la desnutrición crónica, les puso a ambos al filo de la muerte. Tendidos medios exámines cada uno en su chinchorro, se preguntaban quién sería el primero en partir. El padre Esteban soñaba con entregar su alma al Señor el día 4 de octubre, fiesta de san Francisco. Mas no sería la hermana muerte corporal quien les visitara en aquella fecha, sino algo quizás más amargo. La fiebre perdió bruscamente peligrosidad cuando tomaron una poción hecha por una india con raíces de cierta hierba. Lo que sí recibieron el 4 de octubre fue una orden terminante del gobernador para que abandonaran la misión, y así lo hicieron dos días después, cuando apenas podían tenerse en pie y entre los lamentos de los indígenas, que amenazaban al gobierno con volverse a la selva y no dejarse engañar más. No obstante los cuidados que familias amigas les pro– digaron en los meses sucesivos, el restablecimiento se hizo esperar. Así terminaba aquel primer intento de «restaurar» las misiones capuchinas en Venezuela: con la salud de dos de sus pioneros arrui– nada, las promesas del gobierno convertidas en falacia, y también, desde el otro lado del mar, con una protesta firme del restaurador de aquéllas. El padre Alcaraz se la enviaba al arzobispo de Caracas, pues veía en la jerarquía eclesiástica venezolana su parte de respon– sabilidad en el fracaso de aquella empresa, que no era suya, sino «pontificia». El padre volvió a Europa y estuvo algún tiempo en el eremito– rio de Ustáritz, en el país vasco francés, conviviendo con otros ca– puchinos españoles y, restablecida su salud, se embarcó por segunda vez para Venezuela, adonde llegaba en otoño de 1847. El arzobispo de Caracas lo nombró profesor del seminario y le recomendó las
Made with FlippingBook
RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz