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128 «... el Señor me dio hermanos» padre Adoáin y otros muchos habían contestado a la invitación del superior, según refiere aquél en su diario, con un «¡Ecce ego, mitte me!», rotundo, no obstante desconocer aún a qué tierra de misión serían enviados. El 10 de julio desembarcaban en Cumaná, siendo recibidos por la población no menos triunfalmente que habían sido despedidos por la de Marsella. Los ancianos, que aun recordaban con cariño a sus antiguos misioneros, vitoreaban al estandarte de la Divina Pas– tora, y decían: «Ahora sí que nos confesaremos». Pero las autoridades políticas, y en parte las eclesiásticas, com– plicaron pronto la empresa, tratando de no atenerse a alguna condi– ción básica del contrato como la de enviarlos a misión viva. - «S~pan que han de ser párrocos, y que no hay tales misio– nes» -les aseguró un oficial del arzobispo de Caracas. En parte por lo que eso suponía de beneficio eclesiástico, con– tra la observancia estrictísima de la pobreza, pero más aún por lo que implicaba de frustración del ideal misionero y quebranto fla– grante de la palabra dada en nombre del gobierno nacional por quien les había contratado, el padre Esteban repuso con energía: - «Los capuchinos no hemos pasado los mares para engrosar la bolsa sino para aumentar el rebaño del Salvador. Esto es lo que hemos prometido a nuestros prelados y al mismo papa». Esa actitud tajante y los intereses económicos y políticos del estado salvaron de momento la finalidad para la que habían sido enviados de Europa a Suramérica. El gobierno venezolano dispuso que pasaran a las zonas indíge– nas del Apure, cuando cesaran las lluvias, atendiendo mientras tan– to algunas parroquias en la ruta. Al padre Esteban le tocó la de Parapara, pueblo fundado, co– mo otros centenares, por misioneros capuchinos, pero privados de ellos y de toda cura de almas desde que, en 1817, muriera el último, el padre Francisco de Andújar, maestro de Bolívar. Si los ancianos recordaban con veneración la figura típica del fraile, a los jóvenes les resultaba extraño y pintoresco lo nunca vis– to, como la larga barba rubia del recién llegado, el cerquillo y el hábito o «camisón». Al misionero novel le causó pronto estupor su primer encuen-
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