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112 «... el Señor me dio hermanos» Su piedad, viril y auténtica, no desdeñaba las manifestaciones espontáneas y populares del pueblo llano. La gente debía pedir los favores a Jesús Nazareno, a la Virgen de las Gracias o del Carmen, que eran las advocaciones más conocidas de la ciudad, o también a san Antonio, san Félix, santa Catalina, san Juan Bautista de Ros– si (canonizado en 1860), pero no a él. Luego resultaba fácil al reli– gioso esquivar dulcemente las alabanzas: «yo no he hecho nada, fue la Virgen la que os salvó». Su integración «con el pueblo de Dios» que cree y espera daba a su piedad una dimensión eclesial conmovedora. Sentía en lo más íntimo el ambiente adverso al estado religioso; le hubiese gustado manifestar su indefectible fidelidad al papa viajando a Roma, el único deseo manifestado exteriormente que no pudo cumplir. Perci– bía muy vivamente las necesidades de la Iglesia y favoreció de todas las maneras puestas a su alcance las vocaciones masculinas y feme– ninas. En su período de intenso dinamismo evangelizador sintió la llamada a las misiones: «¡oh, si fuese joven y pudiera acompañar a nuestros misioneros!». Su programa, coherente con la fe, era de permanente conver– sión. El seguimiento de Cristo para él consistía en transformar el hombre viejo en hombre nuevo por medio del constante control de sí mismo. No se dejaba distraer o trastornar por el halo de cariño y glo– ria que le rodeaba. Le llamaban santo, pero él comentaba con segu– ridad y asombro: «se necesitan muchas cosas para ser santo». Algu– nos marineros llegaban jadeantes al convento, apenas desembarca– dos, para darle las gracias; el marinero aseguraba sin titubeos que le había visto sobre el palo mayor de su barco cuanto estaba a punto de naufragar en el canal de La Mancha; el religioso, fingien– do ignorancia y asombro, le contestaba: «mira, yo a rezar voy a la igle,sia, no sobre los árboles». La seguridad en sí mismo provenía de su constante avidez de sacrificio y de penitencia. Tenía grabado hondamente en su espíritu, desde los duros años de Camporosso, que el Evangelio había que seguirlo sin atenuaciones y sin disculpas. La pobreza, la mortifica– ción, la renuncia de sí mismo eran las normas indeclinables de su vida: «Vale más una hora de sufrimiento que cien años de deleites»
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