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FRANCISCO MARIA DE CAMPOROSSO 111 general de la fe. Se recordó a este propósito una intervención del ministro general de la Orden cuando visitó la provincia en 1847. Pero los testigos más importantes estaban al corriente de estas acti– vidades y declararon que las hacía con la debida autorización. Des– pués de la visita del ministro general continuó con estas obras de caridad, apoyado, sin duda, en su irreprensible prudencia y pobre– za, además de la exigencia en el desempeño del cargo que con plena confianza le habían confiado . El manantial de su vida El biógrafo, muy a pesar suyo, condesciende con las normas de los medios de comunicación y da relevancia a los aspectos exte– riores y más sobresalientes de su personalidad. Pero está convencido que la fama no se sostiene si no se apoya en una autenticidad inte– rior, si no la mantiene una fe decidida. Las relaciones públicas del padre santo eran el reverso de una moneda, mientras que la cara la iba grabando delicadamente con su vida de fraternidad, en las silenciosas horas de la noche. «Tened fe, tened fe», era la recomendación que escuchaban fre– cuentemente los que solicitaban su ayuda. El vivía de la fe. Justa– mente, esta íntima adhesión de su mente y de todo su ser a la ver– dad le permitía colocar en el sitio exacto cualquier situación propia y de los demás. Sus gestos, sus palabras y, en particular, sus cartas, nos señalan el hilo conductor de su espiritualidad: la aceptación hu– milde, generosa de la voluntad de Dios, que es «siempre justa, siempre santa, siempre amorosa, siempre paternal con nosotros». Una intensa presencia de Dios en su vida alimentaba y expresa– ba esta fe. La oración era la aspiración más constante de su vida y, cuando la obediencia le imponía obligaciones que ocupaban todo su tiempo, se valía de algunas estratagemas para dedicar algunos ratos a la oración. Asistía asiduamente a las funciones litúrgicas de la fraternidad, visitaba frecuentemente las iglesias que hallaba en su recorrido de limosnero, prolongaba las horas de la noche de– dicadas al recogimiento y a la meditación, cuyos temas eran prefe– rentemente los dolores de Cristo siguiendo la genuina tradición fran– ciscana. El viernes santo, recordaba un testigo, «se dibujaba en su rostro la congoja de su corazón».
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