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FRANCISCO MARIA DE CAMPOROSSO 109 en el «puente de la leña», donde seguramente tuvo que controlar alguna vez el peso. A .todos les anunciaba, con un lenguaje simple y sin pretensio– nes, y, más aún, con su entrega personal, el «reino de Dios». A pesar de su candor y la limpieza de su mirada, se daba clienta del mal, del que no se dejaba contaminar; su programa, por encima de todo, consistía en ser «activista de la paz» entre las familias y los vecinos. Unánimente lo aseguran los testimonios sobre su vida. Dios le había concedido privilegios especiales para cumplir esta misión. Respondía a las preguntas sin que se las hubieran formula– do, leía los pensamientos más ocultos tras recogerse interiormente, hablaba de cosas futuras y lejanas. Su persona parecía que estaba presente hasta en los caminos y sendas no frecuentadas por él. Des– de fuera de la ciudad y desde otras regiones le llegaban cartas a las que respondía fatigosamente. Sólo una mínima parte de esta abun– dante correspondencia ha llegado hasta nosotros. Coordinador de los limosneros Las pruebas de sensatez demostradas en sus relaciones con tanta gente, el prestigio innegable que el religioso había adquirido ante el público y entre sus hermanos religiosos, indujeron a los superiores confiarle, después de 1840, una responsabilidad espe– cial, típica de la tradición capuchina: el ser «hermano mayor», es decir, el guía y coordinador del numeroso grupo de hermanos limosneros. Este cargo recibía el nombre de coordinador de los limosneros. Se le reconocía exteriormente porque llevaba, colgada del brazo, la característica cesta de mimbre, tejida con la técnica propia de la artesanía capuchina. Pertenecía a su especial competencia la recogi– da de algunas cosas que podríamos llamar de lujo y que, preferente– mente, estaban destinadas a los enfermos, tales como café, azúcar, cacao, chocolate. Por esta razón, solamente él gozaba del privi– legio, reservado a los capuchinos, de entrar en el «puerto franco», más allá de la aduana, donde los comerciantes tenían sus oficinas, los entonces famosos despachos y los depósitos de las mercan– cías más caras. La prohibición de entrar era tan severa que el niño
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