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108 «...El Señor me dio hermanos» los primeros momentos, el pueblo bautizó con el nombre de padre santo. Son los años de anhelos e impulsos hacia el progreso de la ciudad, de las primeras industrias, de su nueva actividad marinera y mercantil, animada por las máquinas de vapor y el ferrocarril. La vieja Génova, refugiada desde siglos en sus estrechos calle– jones, rompe el cerco de sus muros antiguos en busca de un nuevo aire y confía sus ansiedades cotidianas a un humilde capuchino. Las grandes y, más todavía, las pequeñas ansiedades de la vida sencilla, que experimenta el pueblo, zarandeado por las nuevas fuerzas, que se mueve y se agita, tratan de abrir nuevos caminos y crear nuevas empresas. El padre santo escucha escucha siempre: a la niña que padece de los dientes; a la pobre dependiente que está triste porque ha per– dido la medallita que le regaló el hermano; al hombre emprendedor que proyecta nuevos negocios y pide consejos; a las madres que piensan de continuo en sus hijos bajo las armas; al sacerdote escru– puloso y a la gente preocupada por las repetidas amenazas del cólera... El diálogo es cada día más amplio porque el religioso no se asusta ante ningún caso. Si le buscan para que visite un enfermo, o emprende incluso un viaje incómodo a pie en medio de la nieve; si le piden que interceda para que rebajen el tiempo de prisión a un encarcelado, da vueltas hasta dar con alguien que tenga influencia. La vida del padre santo está sembrada de anécdotas. Sus flore– cillas, saturadas de gracia y frecuentemente envueltas en algún mila– gro, reflejan de modo evidente el escenario de la ciudad en el ince– sante devenir de cada día. De muchos limosneros capuchinos se recuerdan dones especiales de ciencia infusa. Ellos, los ignorantes, sabían hablar de teología y eran reclamados por personajes civiles y eclesiásticos como conse– jeros. Para fray Francisco María la ciencia de Dios consistía en la catequesis sencilla y en la exhortación a alejarse y purificarse de los pecados, en el consejo de buscar en la eucaristía y en la oración la fuerza que necesitamos. Sus interlocutores, sin excluir tampoco a la gente cualificada, eran las amas de casa, las tenderas, los car– gadores del puerto, que encontraba por la calle, en alguna escalera,

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