BCCCAP00000000000000000000682

FRANCISCO MARIA DE CAMPOROSSO 107 to». El buen fraile, enflaquecido por la penitencia, de figura severa y, al mismo tiempo, dulce y buena, sonreía, tratando de escapar a los apretones de aquellas almas devotas, alejándose delicadamen– te, como lo asegura el viajero y escritor francés Augusto Jal, testigo ocular de la escena. Esto no era más que el comienzo de una de tantas jornadas que se repetirían a lo largo de los años hasta su muerte. Por la mañana, en el convento, participaba en el mayor núme– ro de misas posibles; al muchachito, que le esperaba, le preguntaba, antes que nada, si había desayunado, con intención de servirle ense– guida el desayuno. Recitaban una breve oración en la iglesia y luego se ponían en camino. Con el niño hablaba de temas formativos y le enseñaba el catecismo; con la gente no perdía el tiempo en con– versaciones inútiles; se acercaba a las tiendas y almacenes, llamaba a las puertas, pero esperaba antes de entrar. Si pasaba cerca de una iglesia siempre entraba a visitar al santísimo Sacramento. El recorrido terminaba hacia el mediodía. A esta hora se dirigía hacia el local ·del que disponían los religiosos como central para organizar todo lo recogido; el muchacho se marchaba a su casa y el religioso regresaba a su convento. Si era tarde, el niño subía también a la Santísima Concepción para comer. Aparentemente, fray Francisco María repetía todos los días lo mismo, pero cada uno tenía algo de especial. La limosna, como fuente de santificación, no era algo nuevo entre los capuchinos. Nues– tro hermano había escogido como protector a san Félix de Cantali– cio, el famoso limosnero de la Roma del siglo XVI, a quien se encomendaba con frecuencia. El modo de realizar su humilde traba– jo era muy personal, como lo había sido el de su modelo. El «diálogo» con la gente Pedir sí, más, sobre todo, dar. Gracias a su pronta disponibi– lidad estableció un «diálogo» con la gente que alcanzó una extre– ma intensidad, de tal manera que cualquier historiador, no puede profundizar en la vida de la Génova del siglo XVIII, si olvida la presencia discreta y generosa del hermano capuchino que, desde

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz